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Murcia y aparte es un blog de opinión y análisis sobre la Región de Murcia, un espacio de reflexión sobre Murcia y desde Murcia que se integra en la edición regional de eldiario.es.

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Horror vacui

Pedro Serrano Solana

Murcia —

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En el último programa de Salvados, Évole y su gente trataron de destripar el asunto de la economía financiera. Y uno de los entrevistados, un antiguo empleado del sector llamado Reiner Voss, encontró pronto el símil para describir aquel mundo: “Es un universo muy aislado, como una secta”. “Existe una divinidad, y tu trabajo se convierte en un sacrificio que haces a esa divinidad, y como contrapartida obtienes dinero como un símbolo de afecto”, decía Reiner durante la entrevista, mirando de vez en cuando hacia el mar a través de una gran ventana.

“Hasta el año 98, 99 o 2000, bajo mi punto de vista, estuvo bien”, siguió explicando Reiner Voss, “pero a partir de ahí esta industria, y la sociedad, cambiaron; los seres humanos dejaron de ser lo más importante y todo se volvió más agresivo, más desagradable”.

El equipo de Salvados también se desplazó hasta el Canary Wharf, enclave financiero de Londres en el que operan algunas de las compañías más poderosas del mundo. Allí, un español que trabaja en una de esas empresas que mueven grandes cantidades de dinero de aquí para allá, y que luego las ven pasar ante sus ojos convertidas en cifras a través de varias pantallas de ordenador, le dijo a Évole que en su labor diaria no había espacio para dilemas éticos.

Mientras escuchaba todas estas reflexiones y veía la mole de acero y cristal de la Canada Tower, vino a mi mente una anécdota que me sucedió a los pies de ese mismo edificio en 2002 –cuando según Reiner Voss, los mercados financieros ya se habían deshumanizado-. Os la contaré.

Pasé aquel verano de hace trece años estudiando inglés, paseando y viendo museos en la capital de Reino Unido. Fue fantástico. Para ir desde la casa donde tenía mi habitación hasta el centro de Londres, debía coger la Picadilly, línea del metro que pasa por King Cross. Me habían advertido sobre aquella estación –y sobre algún otro lugar de los que frecuentaba en mis desplazamientos- y, ciertamente, inspiraba inseguridad: era cutre a más no poder, estaba llena de suciedad y en ella siempre se subían y bajaban personas gritonas y desaliñadas. Al principio agarraba bien mis pertenencias y me andaba con mil ojos. Nunca me pasó nada.

El día antes de regresar a España quise gastar mi Travel Card del metro, y como tenía pendiente una visita al nuevo distrito financiero londinense, al llamado Canary Wharf, allá que me fui. Lo tenía pendiente, digo, porque me gusta la arquitectura y me entusiasman los rascacielos, y estaba cansado de ver la Canada Tower desde lejos cada vez que cruzaba el Támesis.

La excursión resultó ser mucho más interesante de lo que había previsto y tuvo altas dosis de suspense. En primer lugar, acostumbrado a líneas de metro como la Picadilly o la Northern, la llamada Jubilee Line que te lleva al Canary Wharf me resultó de lo más sospechoso: dobles puertas de cristal en todas las estaciones, vagones relucientes, recorrido suave...

Pronto empecé a inquietarme: me gusta la tranquilidad, pero aquello estaba excesivamente calmado. Del griterío ya familiar del metro, había pasado a un silencio de panteón. En aquel vagón nadie hablaba con nadie. Todos iban impecablemente vestidos, eso sí. Con gran estilo y elegancia.

Por entonces no había smartphones ni tabletas digitales, pero había auriculares, libros y periódicos de información económica en formato sábana, impecablemente doblados para poder sujetarlos con una mano y agarrarse a la anilla con la otra. La razón de que se agarraran a la anilla la desconozco, porque el tren no traqueteaba lo más mínimo.

Y de los nervios pasé a la angustia. Era verdaderamente angustioso estar allí viendo pasar las estaciones –no las del año, sino las del metro- sin que nadie cruzara una palabra con nadie; sin que nadie mirase a nadie. Yo busqué desesperado otros ojos, busqué un gesto, una señal de complicidad, pero ninguno de los presentes me miró. Sentí el vacío, y así, de la angustia pasé al miedo.

Al llegar a la estación del Canary Wharf aparqué el miedo por un rato: Salir de allí, el movimiento, la escalera mecánica y un espectacular techo de cristal a través del cual podía ver los rascacielos, me hizo recordar el motivo de la excursión. Me animé y me vine arriba, en el doble sentido de la expresión.

Pero el miedo volvió pronto. Tras caminar un rato y ponerme ante la Canada Tower, y tratar de contar mentalmente sus plantas –chorrada que siempre hago cuando contemplo un rascacielos-, saqué mi cámara de fotos de la mochila y giré mi cabeza buscando a alguien que me fotografiara delante del edificio. Sí, en aquel tiempo no se llevaba eso de los ‘selfies’ y tampoco existía el inefable ‘palo de selfie’. Tenías que buscar a alguien y decirle aquello de “perdone, ¿le importa hacerme una foto?”.

Vi una persona que se acercaba en lontananza; era un ejecutivo que en King Cross habría llamado la atención, pero que en el Canary Wharf pasaba por un ser normal. Me dirigí a él con amabilidad y le pedí que me hiciera la foto. Ni siquiera me miró. “He hablado muy bajo”, pensé; “lo intentaré con otro, y esta vez elevaré más la voz”. Así lo hice con siguiente ejecutivo, y nada. Tampoco me miró. ¿Qué pasa aquí?

Seis ejecutivos, seis, de la misma ganadería. Ninguno me hizo la foto. Ninguno me contestó. Ninguno me miró. El miedo se hizo sobrenatural, místico. Sentí vacío. Sentí que no había almas, quizá porque como le dijo Voss a Évole, ya las habían entregado en sacrificio a alguna divinidad con nombre de valor de alto riesgo.

Al final me hice la foto con el temporizador, colocando la cámara en el suelo. Luego la metí en mi mochila y caminé rápidamente hasta la boca del metro. Aguanté la Jubilee Line como buenamente pude, y más tarde hice trasbordo y me subí en la Picadilly; en 'mi Picadilly'. Al pasar por la estación de King Cross, un abuelo desaliñado se subió al vagón riéndose a carcajadas. Me miró a los ojos y dijo algo incomprensible. Me reí, asentí, y a partir de ahí comencé a sentirme más tranquilo. Por eso, al escuchar el otro día a Reiner Voss comprendí a qué se refería.

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