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Pobre pan nuestro de cada día

Foto: TiBine

Rafael Cordón Aranda

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Es muy probable que casi nadie haya tenido noticia de que mientras celebrábamos aquí las navidades en Sudán se producían protestas fuertemente reprimidas por la policía con numerosos muertos y heridos. Se iniciaron por el continuo aumento del precio del pan y de los productos básicos. Tantas y tantas veces lo mismo: gobiernos corruptos, explotación colonial, aumento de la pobreza, medidas dictadas por el FMI ¡como siempre!, metiendo las narices y pescando a río revuelto. Y en Argentina hace pocos meses, y en Túnez antes y en tantos países. Ahora en el nuestro ya no hay disturbios por el pan pero sigue habiendo pobreza y hambre, y cada año más: estas navidades hemos visto cómo se multiplican las campañas de donación de alimentos.

Es verdad que los alimentos están más accesibles y la oferta es cada vez más diversa, pero una gran parte de la población en el día a día solo puede comprar alimentos baratos que la industria produce masivamente y que con técnicas de venta consigue imponer, pero cada vez más, también, conducen a una alimentación que produce un aumento de trastornos y enfermedades. El informe “Viaje al centro de la alimentación” de VSJ Justicia Alimentaria Global expone cómo la industria agroalimentaria ha cambiado los alimentos y los ha manipulado para hacerlos adictivos llenándolos de azúcares, grasas, sal y cientos de aditivos a su disposición. Como resultado: dietas insanas que producen pandemias. Vale la pena leerlo.

El pan es un componente básico de la dieta diaria y lo ha sido en las distintas culturas durante cientos de años y su falta ha supuesto hambre para la mayoría. Antes, en nuestras tierras, para los más pobres, pan poco y negro, por el color que daba el salvado del trigo y del centeno, y blanco, con harina refinada de trigo, para los pocos que podían permitírselo. Ahora pan blanco para la mayoría, pero de baja calidad.

Y es que la producción y venta de pan ha experimentado muchos cambios en muy pocas décadas: grandes empresas que fabrican masas de pan precocido congelado, sin respetar los tiempos de fermentación, a los que hay que suministrar un cóctel de sustancias químicas para mejorar su aspecto, sus cualidades físicas y para aguantar muchos meses hasta su puesta en venta. Un alimento ultraprocesado más y cada vez menos apetecible. Mientras tanto el consumo de pan decreciendo año tras año y es que el pan que se podía comprar era cada vez de peor calidad y en la dieta diaria podían entrar otros muchos alimentos. Total, el pan se consumía en la intimidad de las casas y no era un producto de ostentación; hasta en restaurantes que se esmeraban en la confección de cada plato se les olvidaba que también debían hacerlo con el pan que ofrecían. 

Al mismo tiempo las panaderías tradicionales no podían competir con la gran industria con sus precios —y su calidad— a la baja, por lo que muchas panaderías tradicionales iban cerrando y las que quedaban también se veían en la necesidad de producir con los mismos procesos industriales. ¡Pobre pan!

El pan, el verdadero pan, se estaba convirtiendo en un alimento añorado. ¡Aquello sí que eran panes! —se decía—. Y los más entusiastas se animaban a hacerlo en casa, ¡Es tan fácil! harina, agua, levadura y un poco de sal. No, a la primera no salía como se deseaba, pero era cuestión de insistir. Mientras, algunos antiguos artesanos del pan resistentes y quienes se animaban a dar un paso adelante y crear su propia panadería se iban abriendo paso; la demanda de buenos panes iba aumentando. Y en poco tiempo aprendimos a diferenciar harinas, procesos, masas madres, tipos de panes… y un nuevo campo de consumo se abrió al mundo empresarial; nuevos nichos de mercado que llaman para los nuevos “gourmets”.

La propaganda empresarial se apropia de palabras que han ido aparejadas a esta nueva corriente de buscar panes mejores: pan integral, pero que no lo es, natural con un montón de sustancias químicas, artesano hecho en grandes industrias, de pueblo fabricado en polígonos industriales, de tahona porque cada cual le pone el nombre que quiere, y pan de la abuela y de leña, que todo vale.  Y ya puestos, panes fortificados. Y de paso se le aumenta el precio. Eso sí, los aditivos utilizados no habrá forma de conocerlos en los panes sin envasar; y en los envasados, con lupa.

Y para más confusión, en muchos casos no se indica el peso de la pieza, con lo que no podemos saber el precio del kg, que es lo que nos sirve como referencia de su coste, a no ser que lo pesemos en nuestra casa. Claro que esa ocultación se viene haciendo desde hace mucho tiempo: los panes de kilo no pesaban 1000 gramos y los de cuarto tampoco 250 gramos.

El consumismo empapa la mayor parte de la sociedad. Decía Bauman, ese profesor que conocimos ya tan mayor, que en la fase actual del capitalismo, el individualismo, como alma del mercado que es, se refleja en la capacidad de elegir que proporciona el consumismo; y en esta sociedad consumista, hábilmente potenciada por las empresas, los alimentos, y el pan cada vez más, se venden y se compran no por sus valores nutricionales, como nos quieren hacer creer, sino por la capacidad que dan al individuo, al consumidor, de elegir, de sentirse diferente. Una de las cadenas de panaderías más importantes ofrece hasta 47 tipos de pan.

A tanta confusión y engaño se estaba llegado que ha sido necesario revisar la normativa sobre calidad del pan: está próximo un nuevo Real Decreto en el que se pretende “mejorar la competitividad del sector, potenciando la innovación y el desarrollo de nuevos productos y proporcionando, por otra parte, la información adecuada al consumidor para facilitarle la elección de compra”.

Y, como siempre, los grandes empresarios son quienes ahora mangonean para conseguir una normativa a su medida: la patronal del sector de masas congeladas (Asemac) expone como primer objetivo “convertir a Asemac en un lobby eficaz, al servicio del sector y de las empresas que la integran, con capacidad tanto de influencia ante las Administraciones y tercero…”. Y parece que son muy eficaces: los colectivos de panaderos artesanos de la Asociación de Panaderías Biológicas (APB) exponen sus quejas de no haber sido consultados para su redacción y de que las industrias pretender desvirtuar a su antojo los procesos de los panes artesanos, con masa madre, largas fermentaciones y harinas de calidad. Tienen enfrente, tenemos, un lobby poderoso y un aparato estatal sumiso.

El buen pan no quiere prisas, requiere tiempo, masajear la masa de pan, fermentaciones largas y buenos ingredientes. Y que suerte que haya personas que deciden producir panes de calidad de forma artesanal con el sacrificio que supone, profesionales procedentes del mundo de la panadería o recién llegados que con las dificultades que tienen para sobrevivir nos regalan cada día el valor de un pan del que no puede uno negarse a darle un pellizco nada más comprarlo y saborearlo, también despacio. Esas personas, esos comercios existen y ojalá cambien, cambiemos, las condiciones productivas y comerciales para que su buen hacer se extienda y ya no sea tan difícil comer un buen pan.

Vale la pena buscarlos y convertir el “pobre pan nuestro de cada día” en el “buen pan de cada día”.

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