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Murcia y aparte es un blog de opinión y análisis sobre la Región de Murcia, un espacio de reflexión sobre Murcia y desde Murcia que se integra en la edición regional de eldiario.es.

Los responsables de las opiniones recogidas en este blog son sus propios autores.

El arte en la era Wallapop

José Daniel Espejo

Existe una teoría, no sé si verosímil, sobre el nombre de Homero que me encanta: dice que damos ese nombre al autor de Ilíada y Odisea dada su pertenencia a un curioso grupo de poetas, los Homēridai (en griego antiguo hijos de rehenes), a quienes se les había encomendado la tarea de ejercer como reporteros de guerra y pasar a verso la crónica bélica del país. Esto era así, siempre según esta curiosa teoría, porque al tratarse de griegos de solo segunda generación no despertaban la suficiente confianza como para ser enviados armados al campo de batalla. En lugar de la espada, les daban una pluma. Corría el siglo VIII a.C. y aún no habían leído a Bulwer-Lytton, los animalicos.

En este texto me propongo demostrar, o al menos describir cómo, que tres mil años después de su fundación a cargo precisamente de estos poetas de baja estofa, la cultura occidental opera hoy exactamente al revés. Enviando a la clase trabajadora a los campos de batalla. Y reservando para la élite los puestos de poder de las artes y las letras.

En un artículo anterior, titulado El arte en los tiempos de la cólera, me extendí -seguramente demasiado- sobre las diferentes estrategias políticas de neutralización del campo artístico y literario. Lo que me interesa ahora son las estructuras capitalistas que operan en el interior de este campo. Prometo ser breve. ¿Me acompañáis? Allá vamos.

Capital, clases, clasismo y nuevos ricos. Pero todo cultural

Capital, clases, clasismo y nuevos ricos. Pero todo culturalEl término capital cultural seguro que os suena. Aunque no hayáis leído a Bourdieu. En una filigrana típicamente neoliberal, de ésas que te hacen acordarte de lo que le pasó a Einstein con las bombas atómicas, este concepto se viene utilizando a discreción para vendernos las bondades de una enseñanza privatizada, segregada, donde tu hijo no se vea perjudicado por compartir aula con niños más lentos. La moda del bilingüismo responde, además, a que los conocimientos de segundas lenguas en el entorno familiar son una de las áreas con mayor desigualdad entre el alumnado de la pública. Una herramienta perfecta para segregar: los buenos en inglés, a las líneas preferentes, los malos al furgón de cola y los dudosos, a la academia por las tardes, que es lo más cerca que pueden llegar nuestros administradores de separar por color de tez.

Pero otro día si queréis hablamos de educación. Hablábamos de Bourdieu, del concepto general de capital cultural, que determina, junto con el económico, el social y el simbólico, la posición de un individuo cualquiera en el sistema complejo de clases que presenta el pensador francés. Ni que decir tiene que están fuertemente interrelacionados, pero en determinadas situaciones pueden darse singularidades: personas con un gran capital simbólico pero escasa capacidad económica, o individuos con mucho capital cultural pero con pocas conexiones sociales. Esa apertura o elasticidad es la que la crisis está haciendo desaparecer, según la investigación de esos tres profesores de la London School of Economics que he enlazado más arriba. Tras unos cuantos -pocos- lustros en que la buena salud de los sistemas educativos y culturales públicos hacía pensar que cualquiera podía desplazarse con libertad por el territorio de los Homēridai, la ilusión se resquebraja. Aquí y allá quedan retales de esa fe meritocrática, que a veces puede ser tan ridícula y cateta como la de los nuevos ricos.

Este fotograma de `La mala educación´ (2004) recoge la que probablemente sea la línea de texto más clasista de toda la historia del cine español. La dice Fele Martínez, desde el papel protagonista de un guión con aires autobiográficos sobre la educación nacionalcatólica y manchega de Pedro Almodóvar y su juventud en el Madrid de la Movida.

- ¿Pero clasista por qué?

Entiendo la duda. De hecho, creo que hasta al mismo Almodóvar se le quedaría el culo torcío si alguien lo acusara de clasista. Me explico: en un país donde solo el 8% de los actores consigue vivir de su trabajo, la masa desesperada produce entre los nuevos ricos sensaciones de aporofobia, que por si no lo sabéis es el odio al pobre. Almodóvar se considera un intelectual de izquierdas y jamás firmaría un guión autobiográfico con una frase como “Nada me erotiza menos que un mendigo”, sin embargo. Este exabrupto se permite porque aún pervive esa ilusión de meritocracia en virtud de la cual los actores en paro lo están por culpa de su mediocridad. Y la mediocridad, en un universo cultural capitalista, es suficiente para deshumanizarte. Hasta tu capacidad de provocar deseo -un deseo animal- puede costarte. Por eso, lo de clasista.

En el mundo de las artes y las letras, y hablando de capital cultural, por tanto, meritocracia equivale a oligopolio, y las vías de acceso son escasas, estrechas y fuertemente codificadas. En épocas de escasez de trabajo, naufragio e incertidumbre sobre el mundo de la cultura, los privilegiados blindan sus puestos, y el paro y la precariedad expulsan del mercado a quienes no disponen de colchón para pagar las facturas. La masa de lumpenartistado deviene horda zombi a los ojos de quienes quedan dentro, a refugio. Y quién quiere a un zombi. La aporofobia, por tanto, está más que justificada: el más mínimo error o despiste, la más pequeña siesta en una guardia, y cuatro actores en paro se te cuelan en el búnker y se quedan con tu papel.

Ultracompetitividad

Es el darwinismo artístico: survival of the fittest. La suma 0. Los mundillos de las artes y las letras devienen junglas en las que el talento ya no es arma suficiente para seguir vivo un día más. La única ley en vigor es la de la oferta y la demanda, y la primera es tan vasta que te convierte en una gota de agua en medio del océano. La demanda, además, siempre viene mediada (como traté de analizar en ese texto anterior que cité más arriba). Es el ecosistema perfecto para mantener bajo mínimos la protección colectiva: las organizaciones de tipo sindical en el sector sufren unas tasas de afiliación ridículas. Su capacidad de presión es tan anecdótica que hasta ahora no han podido pasar de publicar manuales de buenas prácticas, como éste del Sindicato de músicos, o promover entidades de gestión de derechos mínimamente decentes, frente a la monopolista SGAE.

Capitalismo interior

Según Byung-Chul Han, el neoliberalismo ha hecho de cada uno de nosotros nuestro propio explotador y nuestro propio explotado al mismo tiempo, exigiéndonos más, inquietándonos más, sufriendo más. Hasta tal punto hemos interiorizado las demandas del turbocapitalismo vigente que hemos levantado las últimas barreras que separaban el trabajo del conjunto de nuestra vida, como analizaba, poética y magistralmente, Isaac Rosa el pasado 1 de Mayo. Pues bien, en ningún sector es esto tan cierto como en el de las artes y las letras. Siempre tengo en mente, al hablar de literatura española e industria editorial, una excelente entrevista al grandísimo Constantino Bértolo en la que aseguraba que los directores comerciales habían tomado el mando de las editoriales, sustituyendo nada sutilmente el criterio de la calidad por el de las ventas potenciales. A estas alturas de la película podemos añadir, siguiendo a Han, que esta sustitución de lo artístico por lo comercial se ha producido dentro de los propios creadores, obligados ahora a hacerse una cartera de clientes antes incluso de tocar las puertas de la industria. Para aspirar a la remuneración, uno debe significarse cual espermatozoide entre el cardumen anónimo. La visibilidad, con suerte hasta la viralidad, es la nueva fiebre del oro que trae a los nuevos artistas y escritores a las redes sociales (y mantiene pegados a ellas a quienes desean seguir cabalgando la ola). La promesa de convertirse en la nueva estrella de internet es el auténtico talent show, agotador e inacabable, que se nos ha inoculado. Los resultados son hiperabundantes, continuos, abrumadores: números de megustas, de compartidos, de retuits, de corazoncitos de Instagram. El capital simbólico de Bourdieu, cuantificado 24/7 en la Bolsa del Yo, es decir, las redes sociales.

Fenómenos como la epidemia de poetas youtubers no son lamentables per se, y de hecho demuestran la capacidad de internet de derrumbar cánones democratizando las vías de acceso y reproducción de materiales culturales. Lo que genera estupor es la homogeneidad e intercambiabilidad de las propuestas, forjadas al calor de la viralidad (esto funciona, esto es demasiado complejo, esto es un jardín ideológico en el que mejor no meterse, esto me hará perder al 30% de los followers, etc.) y la aprobación de la colmena. Si entendemos la histeria de la viralidad como un gigantesco experimento sobre la influencia del capitalismo interior de Han sobre la creación, nos sale como resultado que hay que darle la razón a Jean Améry, que decía esto nada menos que en 1971:

El capitalismo monopolista refleja fielmente sus abusos en el juego de sociedad intelectual que convierte en norma el hallazgo y la transmisión de pocos nombres, pocos pensamientos y pocas formas de lenguaje. El nombre se convierte en etiqueta de calidad para la compra. Acaba siendo comparable a la empresa gigante que devora a todas las demás del mismo ramo. A lo peor todo concluye en que cada vez más personas hablan y escriben simultáneamente sobre cada vez menos fenómenos intelectuales. Y esta es toda la triste grandeza de la actividad intelectual en la sociedad capitalista.

Como si de diseñar un refresco para desbancar a la Coca-Cola se tratase, el artista ha de emprender un proceso de branding que lo haga dulce, pero no merengue. Chispeante, pero no demasiado. Estimulante, pero sin pasarse. El producto ha de ser agradable al mayor número posible de paladares. Y que me aspen si no es difícil encontrar el sabor exacto. Ok, ya lo tienes. Una obra cuqui, pero con algún taco suelto, para despertar empatía. Con aromas rebeldes, pero sin cafeína. Accesible de par en par. Urbana y joven y fresca y bla bla bla bla blá. A fe mía que te lo has currado. Ahora, a defenderla. Entre otras mil que saben exactamente a lo mismo. Con un ojo vigilante siempre, a los nuevos competidores, el mayor terror. Y con el otro sobre el segundo mayor terror: los cambios inadvertidos, en el paladar colectivo. Si ya estás ahí, si ya lo has conseguido, si tu disco ya se vende en la FNAC y tu libro en La Central y tu nombre suena para una beca en países nórdicos, puede que escuches una voz, de tu becario interior, de tu propio explotado: que todo se quede como está, que el mercado madure, que las polémicas cesen. Que el extremocentrismo triunfe, que el contrato sea para un par de años, que mi público se case. Porque, jefe, esta vez va en serio: necesito vacaciones.

Pero no. Nunca va a haber vacaciones. Tu visibilidad no sale gratis.

Asimetrías de representación

Pero tal vez el peor efecto de la presión sobre la creación de ese capitalismo interior sea la asimetría de representación, es decir, la forma en que la visibilidad es copada por los mismos grupos de siempre, sobre todo ése al que pertenezco: varones heterosexuales de mediana edad, perspectiva cis, etnia predominante, con educación universitaria y protección ante la peor precariedad. La asimetría de todo tipo (de clase, de edad, de etnia, de identidad de género, de país de origen) empobrece nuestras artes y letras, fijando al mismo tiempo un canon hispánico muy parecido al tradicional, pero ahora con la legitimidad que otorga el mercado. No se ha editado la gran novela de la migración a España de principios de este siglo, el precariado no está produciendo arte (porque tiene que sobrevivir), no escuchamos música en ucraniano (ni en cd ni en vivo), las identidades de género no cis solo encuentran espacios marginales en la industria cultural y los géneros populares se ven paradójicamente ninguneados por la iniciativa pública. Ese WAM que sustituye al SOS como el gran festival de música popular contemporánea con financiación institucional de la Región sigue sin programar músicas latinas, ni rap, ni provenientes de culturas no occidentales (ignorando por tanto a la mayoría de la numerosa población migrante de Murcia). El “mercado” es tan clasista, racista, eurocéntrico y homófobo como ese canon de la caricatura, que definían cuatro señores de smoking mientras bebían brandy en el bar de la Academia.

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