Todos sabemos la infinidad de problemas de los que adolece la sociedad española. Estamos hartos de regodearnos en ellos. Pero hay uno que no suele señalarse. Y creo que en esto nos tocaría hacer autocrítica: la falta de empatía. O, mejor dicho, la pérdida de la empatía.
Y no me refiero a la evidente desconexión entre gobernantes y gobernados, que ha llevado a los políticos a ser percibidos como una casta (término, no olvidemos, que ya estaba en la calle y en los medios antes de que quedase vinculado a Podemos, lo cual aclara que no es ninguna creación de laboratorio de marketing).
No. Esa empatía, la de los políticos hacia quienes les votan, la gente la da ya por perdida. La manifiesta insensibilidad social o meramente humana de quienes nos gobiernan es algo que, lamentablemente, se da ya por hecho. Hemos llegado a un punto en que uno se sorprende cuando se asoma a los libros de historia y descubre que ha habido (y hay) líderes que, sin ser jamás perfectos, tuvieron al menos un norte loable. O la intención de mejorar las vidas de la gente. Ya uno se siente ingenuo cuando recuerda aquello que nos enseñaron en la escuela: que la soberanía reside en el pueblo y que la cedemos a unos representantes, los políticos, que se encargan de gestionarla buscando el bien común.
Este planteamiento, que se supone que es el fundamental de la democracia, mueve hoy poco menos que a la risa, pues todos percibimos que esos políticos viven volcados en conservar el poder y en contentar a los grandes poderes económicos, que son quienes les garantizarán el millonario sustento el día en que dejen la política.
Hablar de empatía en estas circunstancias suena, como digo, tremendamente ingenuo.
Pero la empatía a la que me refiero es otra. Se trata de la empatía entre las personas. Su pérdida nos convierte en una sociedad egoísta, impotente y mezquina. Es increíble la de falsas leyendas que circulan en torno a los inmigrantes (que se llevan supuestas y misteriosas subvenciones millonarias a las que los de aquí no tenemos acceso), a los desahuciados (que no pueden pagar la hipoteca pero que se van de vacaciones a la nieve, dicen), a los desempleados (que se gastan la paga en vino) o a quienes salen a manifestarse (que son unos vagos que no tienen nada mejor que hacer).
Todo ello es producto de la simplificación, pero sobre todo del desconocimiento. Muchas personas en este país no son conscientes de lo que pasa en la puerta de al lado. No saben el sufrimiento que supone no llegar a fin de mes (“¿Cómo va a llegar a fin de mes, si se lo gastó todo en unas vacaciones en Cuba?”). Ni el de necesitar un medicamento que, por culpa de la mala gestión y el despilfarro, se vuelve inaccesible. O el no poder pagar la luz (“¿Para qué se hipoteca, si no tenía dinero?”). No sabemos (ni queremos) ponernos en el sitio del otro. Del que perdió todos sus ahorros con las preferentes (“Nadie le obligó, que se hubiera informado bien”). Estamos demasiado ocupados con lo nuestro. Cada cual que se apañe con lo suyo.
Ese individualismo que hemos importado artificialmente de los Estados Unidos ha acabado en gran medida con el sentido de comunidad, con la solidaridad que en un tiempo hubo. Quien quiera comprobarlo sólo tiene que preguntárselo a una persona mayor. Como dice Tony Judt, sólo hay una cosa peor que idealizar el pasado: olvidarlo.
Ese individualismo, insisto, nos ha dejado desarmados frente a la maquinaria de hacer dinero que mueve el mundo hoy, y para quien las personas somos poco más que carne picada con la que hacer chorizos.
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