Es la única esperanza que nos queda para convertir las pesadillas en sueños. Esta vez no valen ni las balas ni las bombas, y la política está demostrando que no estaba preparada para gestionar una crisis así.
En EEUU la primera potencia armamentística del mundo, tienen a un presidente que baila entre el esperpento y lo grotesco, que actúa como si aún estuvieran invadiendo un país que no es el suyo, como si se creyera que es una mezcla de Billy el Niño, Harry el Sucio y Terminator; todo ello rociado con gotas de ególatra y supremacista, lo que da un resultado algo más que peligroso. Pero como decía la madre de una amiga mía: ¿Qué te puedes esperar de un país que está hecho con lo peor de cada casa de la vieja Europa?
Su penúltima ocurrencia, utilizar detergente y lejía como medicación -no es un sarcasmo- es la conclusión de un idiota.
Ninguno de los dirigentes políticos del mundo, salvo la ‘eterna’ Ángela, tiene una visión científica de la crisis que vive el primer mundo, solo esperan que el tiempo cure heridas, gestionar la resignación, e ir contando muertos cada día de más a menos.
La iglesia, que anda desaparecida, vuelve a agarrarse a los conjuros para seguir reteniendo a sus fieles, incluso algunos se atreverán a pensar que gracias a ellos o alguna Virgen, han conseguido parar la propagación en su aldea, en su barrio o en su pueblo y volverán a hablar de milagros y de fe. Mientras, nuestros compatriotas siguen cayendo, anteayer de mil en mil, ayer de quinientos en quinientos, hoy de trescientos en trescientos. Para ellos ya no valen conjuros, ni siquiera entierros decentes. Es como si el destino quisiera de nuevo jugar con este país, que en los últimos ochenta años llevamos demasiados muertos sin poder enterrarlos como “Dios manda”.
En Europa, ni Macron, ni Merkell, ni Johnson, ni Sánchez, ni Conte vieron venir el desastre, la historia y la hemeroteca está ahí, solo los países más ricos y tecnológicamente más avanzados han podido gestionar la crisis con mejores medios técnicos y humanos.
España e Italia apostaron hace años por convertirnos en la ‘sala de fiestas’ de turistas de medio mundo, nuestra industria dejó paso a discotecas, restaurantes de estrellas Michelín, campos de golf y copas. Nuestros científicos e investigadoras tuvieron que salir a buscarse la vida a Gran Bretaña, Alemania, Australia, Francia, Holanda, Suiza, Indonesia, e incluso a universidades norteamericanas de gran prestigio.
Y mientras, aquí apostábamos porque biólogos nos sirvieran un gin tonic, un abogado terminara haciendo oposiciones a la administración, arquitectos dando clase de informática, periodistas sirviendo pizzas, y los historiadores se buscaran la vida de jardineros, celadores o administrativos.
El resultado final no es otro que cuando ha llegado un tsunami en forma de virus -a otros los ha pillado fabricando sus respiradores y mascarillas- nosotros hemos tenido que sacar las máquinas de coser del viejo armario para fabricárnoslas, nos hemos visto obligados a comprar al primero que pasaba por la puerta sin saber si era un impostor o un enviado de la mafia, y hasta hemos tenido que depender de empresarios emprendedores para que nos gestionaran un servicio público.
Ni siquiera nos hemos puesto detrás del Gobierno, la mitad de España se ha lanzado a morder, insultar y negarse a remar, incluso algunos han llamado a que participáramos en un motín, para cambiar al capitán del barco en plena tormenta.
Ojalá la Organización Mundial de la Salud, o simplemente el sentido común, consiga que la comunidad científica mundial comparta datos y ensayos, conocimiento y experiencia, ya que millones de personas dependemos de ellos. Afortunadamente, porque si dependiéramos de la clase política la guerra de verdad estaría a punto de comenzar, pero entre nosotros.
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