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¿De qué nos reímos?

Salva Solano Salmerón

El martes 27 de enero tuve la suerte de poder asistir a la representación de Patente de Corso en el Romea. Digo la suerte porque la actuación fue magnífica, pero obviamente no se trató sólo de fortuna: necesité desembolsar 25 euros (muy bien empleados), de los que más de 4 correspondieron al revanchista IVA cultural de este Gobierno. Quizá por eso, a pesar del tremendo éxito que está teniendo la obra, quedaban algunas localidades de las más caras vacías.

El espectáculo corre a cargo de Alberto López y Alfonso Sánchez. A los que no viváis en Andalucía quizá os sonarán de verlos en La hora de José Mota caracterizados de dos sevillanos peperos, «los compadres», que comentan la actualidad sentados en una terracita («si lo dice el ABC, eso es así»), de su película El mundo es nuestro o, más recientemente, de su papel secundario en Ocho apellidos vascos.

En el teatro dan vida a unos 15 artículos del cartagenero Arturo Pérez-Reverte mediante monólogos o diálogos entre ellos. En realidad, es algo más elaborado que una mera interpretación de los textos de mi paisano, pero no os voy a hablar ahora de la obra en sí, sino del regusto amargo que me dejó la última guinda, el «bis» («porque nuestro manager viene del rock and roll») que le dedicaron al autor, presente en uno de los palcos. Para el bis se valieron de la columna titulada Aquí no se suicida nadie, de junio de 2007. Si queréis entender mejor esta entrada os recomiendo leerla, no os arrepentiréis. Para los más perezosos, el artículo comenta la noticia real de un ministro japonés que se suicidó por haber sido descubierto en un caso de corrupción. El ministro había recibido donaciones de empresarios que a su vez se beneficiaron de contratos públicos. ¿Os suena? Si al final, después de todo, no somos tan distintos... O sí.

Las diferencias llegan cuando Reverte compara el caso con esta España mía, esta España nuestra. Y claro, dan ganas de llorar. Porque no es ya que aquí no se suicide ningún corrupto (que tampoco se trata de eso); no es ya que no dimitan cuando se les imputa (que es grave); ni que algunos tampoco dejen el cargo ni sean cesados cuando les condenan (que ya es la leche); es que, como bien nos comenta el de Cartagena, ni siquiera se avergüenzan. Eso ocurre porque se sienten respaldados por nosotros (me meto en el saco por educación, pero a mí que me registren).

Los que son reelegidos por mayoría absoluta a pesar de blanquear dinero comprando lotería; las que son recibidas en los juzgados con pétalos de rosas (¡Dios!) aunque hayamos escuchado grabaciones que no dejan lugar a dudas; los que acuden al Parlament a abroncar, muy dignos, a quienes tienen la osadía de reprocharles sus actos; las del «no sé», «no recuerdo» y «no me consta» (de esas podemos encontrar tanto en la derecha como en partidos republicanos y las más altas instituciones); los empresarios patriotas que cotizan en Suiza; cantantes y futbolistas a quienes sus fans adoran manque roben; los que venden el alma de los trabajadores a costa de forrarse bien la suya; los que despilfarran dinero público en viajes personales y se les escapan las lágrimas al ser recibidos como héroes por los suyos... Todos se permiten el lujo de pavonearse, de ir con la cabeza muy alta.

Hasta ahora siempre he pensado que esto ocurría principalmente por fanatismo. Los partidarios de unas siglas o de una ideología tienen tanto apego por su rebaño o tanto miedo a la otra manada que les perdonan cualquier cosa a los suyos. Sesgo de confirmación y esas cosas de las que ya he hablado alguna vez por Vota y Calla. Así, muchas veces se dejan convencer de que todo es una campaña de los de enfrente, esos malditos embusteros, o piensan que bueno, que en todas partes malversan habas. Sin embargo, de un tiempo a esta parte empiezo a cuestionarme si no habrá algo más. ¿No será que formamos parte de una ciudadanía corrupta, de una sociedad podrida y sin valores?

En la representación del artículo llevada a cabo por estos dos fenómenos, un listo en quien los espectadores podemos ver encarnado al corrupto, al concejal de urbanismo de turno, al empresario amigo de, respondía con sorna y autosuficiencia al compañero que le informaba del caso del japonés:

«Esto es España (...) Aquí estamos en familia; todos somos presuntos de algo, así que no pasa nada. Cuervo no come cuervo. En el peor de los casos, un juicio, fotos y titulares de prensa, algo de talego, y después a disfrutar. Que son dos días. Entre nosotros, chaval: ese japonés era un poquito gilipollas».

El auditorio se echó a reír. Es cierto que la innegable chispa de estos dos fenómenos predispone a la carcajada, pero me dio la impresión de que allí había algo más. Lo que venía a decir Reverte en el artículo es que ese japonés al menos tenía decencia, dignidad y pundonor, y esta le llevó a suicidarse para no verse obligado a soportar la vergüenza y el oprobio, antes la muerte que enfrentarse a los reproches de los ciudadanos a los que debía servir y a los que pagó su confianza con engaños para lucrarse a su costa. Un 'perfecto cerdo' que sin embargo en España es aplaudido, jaleado, envidiado en muchos casos. Yo no me reí. Aplaudí sinceramente, pero no porque me hubiera hecho gracia, sino porque me había removido por dentro, que para eso va uno al teatro en lugar de sentarse frente a Sálvame.

En las penumbras de la sala, mientras arreciaban los aplausos tras ese último «gilipollas», me sentí muy solo. Por un momento pensé que todos los que me rodeaban, o una gran parte de ellos, de tener la oportunidad harían lo mismo que el hijoputa del artículo (así se subtitula la obra, Tratado ibérico del hijoputismo). Que lo único que les diferencia de los de las tarjetas black es que ellos no han tenido la oportunidad de estar ahí, pero que si se vieran en su lugar ni siquiera lo dudarían. Y en realidad, de los 86 que tenían acceso a esos abrevaderos, sólo cuatro no se enfangaron el hocico; cuatro que habrán sido tratados por los demás durante todos estos años de idiotas mientras los listos pagaban sus cosas a expensas de todos nosotros. «Qué pringao el Pacoel Paco», pensaría cualquiera de ellos. «Este tío es tonto. ¿De qué presume? ¿Dónde cree que se ha metido? ¿De qué va este señor?».

Si diéramos por bueno este porcentaje de 4 sobre 86, extrapolándolo al aforo del teatro (1.180 localidades) nos encontraríamos con sólo 55 espectadores. De modo que aunque no lo había planeado de esa forma, este artículo va a ir por ellos y por los que se negaron a usar las tarjetas black, si es que verdaderamente actuaron así por honradez. Francisco Verdú Pons, Esteban Tejera Montalvo, Félix Manuel Sánchez Acal e Íñigo María Aldaz Barrera. Estos son los nombres de las cuatro ovejas blancas de Bankia.

También quiero acordarme de personas como Julio Anguita, que renunció a su paga vitalicia, uno de tantos privilegios que nuestra clase política se ha adjudicado a ella misma. Va por ellos porque a lo mejor, si han ido a ver la obra, tampoco se han reído al final.

Salva Solano Salmerón es el autor del blog Vota y calla

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