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Salinas de San Pedro del Pinatar: cinco mundos en solo un kilómetro

Salinas

José Miguel Vilar-Bou

San Pedro del Pinatar —

La supervivencia del paraje natural de las Salinas y Arenales de San Pedro del Pinatar nunca ha sido fácil. Ha vivido siempre bajo la amenaza de la actividad humana. Sin embargo, de manera paradójica, es también ésta la que hace posible que siga existiendo hoy. Es un caso de simbiosis entre el interés económico y el ecológico.

“Si el parque regional ha sobrevivido, es gracias a que hay una explotación salinera privada. Las salinas son el medio de vida de esta empresa, por eso el ecosistema se mantiene”, señala Julio Guirao, de la asociación Ardeida.

Ardeida es una entidad independiente formada por personas que trabajan de manera voluntaria en la conservación y difusión de los valores del parque regional y reserva natural de las salinas. Entre las actividades que llevan a cabo, figura la creación de pasos para las aves y espacios para la nidificación. También efectúan censos de especies como el camaleón.

“Nuestras iniciativas se difunden por redes sociales, y siempre tienen buena respuesta de gente que quiere participar como voluntaria”, explica la ambientóloga Sara Domínguez, también de Ardeida.

El ciclo de la sal dura un año. Culmina con la cosecha, en octubre.

“Es un círculo que sólo se puede mantener mediante una explotación sostenible, que necesita de la naturaleza”, explica Guirao.

Cinco ecosistemas en 856 hectáreas

Las Salinas de San Pedro del Pinatar ofrecen a quien se interne por sus senderos la rara experiencia de atravesar cinco ecosistemas en apenas un kilómetro de recorrido.

“Es un entorno natural pequeño, de apenas 856 hectáreas, pero de una inmensa riqueza”, subraya Guirao.

Aquí tienen cobijo aves como el flamenco, la cigüeñuela, diversos tipos de gaviotas o cormoranes. También camaleones y lagartijas colilargas, peces como el minúsculo fartet o insectos como el escarabajo de las dunas.

Entre los mamíferos, destacan las musarañas y las comadrejas.

Las charcas salineras constituyen más de la mitad del parque (500 hectáreas de las 856 totales). Son el primer ecosistema que el visitante se encuentra.

Los cartagineses fueron los primeros en aprovechar este entorno para la pesquería y la salazón. Entonces la superficie acuática era mucho mayor que hoy.

Los romanos, que bautizaron el lugar como laguna de Patnia, fueron mucho más allá: Estuvieron a punto de extinguir a los pelícanos que desde hace milenios habitan el lugar. La lengua de estas aves era un manjar preciadísimo en los banquetes de la clase alta de la capital imperial.

Dos milenios después, de los romanos no queda rastro. Ni siquiera de la legendaria muralla que, se dice en tono legendario, alzaron aquí.

Los pelícanos sí siguen. Como entonces, encuentran en las aguas de las salinas abundante alimento. Sin embargo, para criar se desplazan a Santa Pola o la Mota.

“El estrés que genera la continua actividad humana hace imposible que se apareen aquí”, señala Guirao.

Hay otras intromisiones humanas que impiden a la fauna, en especial a las aves, desarrollar su ciclo con normalidad: La contaminación acústica y lumínica, los coches que circulan a mayor velocidad de la permitida, las avionetas de publicidad, los constantes vuelos militares.

Además, “el parque sufre una enorme presión urbanística”, denuncia Sara Domínguez.

La localidad de San Pedro del Pinatar y la pedanía del Mojón cercan el parque.

A lo lejos, se alza como un interminable farallón de cemento la Manga.

“Cruising” en el criptohumedal

Más allá de las salinas, siguiendo el sendero hacia la costa, se encuentran los criptohumedales, una tierra en apariencia seca, pero bajo cuya superficie se acumulan importantes capas de agua, lo que permite el crecimiento de plantas y arbustos.

Se inundan sólo con la lluvia abundante.

Es un área especialmente delicada. Por eso desde Ardeida denuncian que a menudo los visitantes abandonan allí basura o se salen del camino marcado:

“Muchos no son conscientes de que cuando caminan fuera de las zonas señalizadas pueden estar pisando huevos o plantas que ya no crecerán”, lamenta Domínguez.

Para más inri, lo apartado y oscuro de esta zona hace que venga siendo usada a menudo para la práctica del “cruising”.

Dunas

En nuestro camino hacia el mar, los criptohumedales nos conducen al cordón de dunas.

“En los años cuarenta del siglo XX se plantaron aquí pinos carrascos para fijar la arena y evitar así que ésta fuera a parar a las salinas, lo que colmataría la sal”, explica Julio Guirao.

Décadas de exposición a los vientos marinos han dado a estos árboles formas retorcidas y extrañas. Componen un pintoresco y hermoso paisaje.

Aquí crecen también el lentisco, el espino negro y una joya botánica: la sabina de dunas que, antiguamente, se extendía por todo el litoral murciano y que ahora se enfrenta a la extinción.

Crecer en la arena, sin apenas agua y con vientos salados soplando a perpetuidad es una azaña sólo al alcance de las especies botánicas más aguerridas. Cualquier recurso es válido si posibilita la supervivencia.

Así le sucede a la salicornia que, al absorber el agua salada del subsuelo, envía el nocivo mineral a la punta de sus ramas. Estas mueren, la ausencia de clorofila las hace rojas. Pero el sacrificio permite al resto de la planta seguir viviendo.

Lo que queda de la Llana

Más allá de las dunas se extiende el mar. La playa es el quinto ecosistema, partido en dos por el puerto deportivo. Al norte queda la Torre Derribada y al sur la Llana.

Sobre la blanca arena de la Llana suelen acumularse montañas de posidonia muerta, arrojadas por el mar.

“Es la señal de que una playa es sana y de gran calidad”, aclara Sara Domínguez. “Las algas impiden que la arena se vaya, y son el hogar de insectos que sirven de alimento a las aves… Es un ciclo de vida que no se debe interrumpir. No hay que quitarlas con palas sólo porque queda feo”.

De hecho, la retirada de arribazones de posidonia es una de las causas que han hecho que, en el último medio siglo, la playa de la Llana haya perdido 50 metros de arena. Hoy algunos de sus tramos se reducen a apenas un minúsculo corredor.

Otras razones han sido la retirada de arena para nutrir las playas de la Manga, más turísticas, y, sobre todo, la contrucción, en 1956, del puerto deportivo.

“El puerto frena la arena que el mar debería aportar naturalmente”, explica Domínguez. “Interrumpe la dinámica litoral”.

Aun reducida a su mínima expresión, la Llana sigue conservando hoy su majestuosa belleza de playa salvaje.

Campos de posidonia

Ante las playas de la Llana y la Torre Derribada, ocultos bajo el mar, se extienden ricos campos de posidonia.

La posidonia, además de ser el hogar de numerosísimas especies subacuáticos, evita la erosión del litoral y es una gran recicladora de la atmósfera: “Un metro cuadrado de posidonia produce más oxígeno que la misma medida de selva amazónica”, recuerda Domínguez.

Este alga de longevidad milenaria forma praderas submarinas hasta a 40 metros de profundidad.

Numerosos informes, entre ellos del CSIC o de la Universidad de Alicante, alertan de que la posidonia, clave para la vida en el Mediterráneo, podría extinguirse hasta en un 90% en las próximas décadas. Las causas, la contaminación, la pesca de arrastre ilegal y el aumento de las temperaturas.

La destrucción de esta especie es muy difícil de revertir: La posidonia crece sólo un centímetro al año.

Tiempos de corsarios

En el siglo XVII las costas murcianas eran todavía asaltadas por los corsarios argelinos. Para avistar a tiempo las incursiones, se creó por todo el litoral un sistema de torres de vigilancia. Una de ellas fue alzada en la playa que queda al norte del parque regional, y terminó dándole nombre: la Torre Derribada.

Así se la conocía porque, por un error de cimentación, terminó hundiéndose a finales del siglo XVIII.

Hoy se desconoce su ubicación. Algunos sostienen que las ruinas han quedado bajo el mar, pero nadie ha podido comprobarlo.

Es sólo un aliciente más para acercarse a explorar un paraje siempre cambiante, dispuesto a descubrir sus secretos a quien lo visite con los ojos adecuados. Guirao nos revela: “Cada época tiene su belleza propia aquí, pero finales de febrero y principios de marzo, al comienzo de la primavera, es el momento más espectacular: cuando llegan las aves, florecen las plantas, estalla la vida”.

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