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Diario de Ritsona 1

Joaquín Sánchez, el cura, con una familia de refugiados en el campo de Ritsona, Grecia

Joaquín Sánchez

Ritsona, Grecia —

Salimos el jueves día 11 de agosto un grupo de ocho personas para el campo de refugiados de Ritsona, a unos cuatrocientos kilómetros de Atenas, con mucha alegría e ilusión, pero, a la misma vez, con mucha incertidumbre de lo que nos íbamos a encontrar y cómo íbamos a reaccionar.

Queríamos llevar un poco de esperanza, sonrisas y compartir  nuestras vidas con ellos. Sabemos que iba a ser duro y lo está siendo, pero no creemos en la indiferencia ni aceptar las injusticias. Decimos claramente “no con nuestro silencio”.

Contactamos con Ana, una voluntaria que lleva dos meses en este campo de refugiados, para que hiciera de mediadora inicialmente con ellos y la verdad que es una persona profunda y que la gente la quiere mucho, gracias Ana.

Cuando llegamos vemos una gran cantidad de tiendas de campañas amontonadas, aproximadamente unas ciento cincuenta, con una media de siete miembros de familia en cada una de ella. Observamos que hay varias ONGs y cada uno se encarga de una tarea concreta, comida, educación…, y por lo que nos informan muy bien coordinadas y organizadas.

Hay un grupo de músicos que nos dedica algunas canciones y bailes como agradecimiento, empezamos a sentirnos acogidos de una manera natural y espontánea, canciones y bailes que nos conmocionan, que nos llegan al fondo del corazón y ¡pensar que ellos cantaban estas canciones en su tierra y disfrutaban de sus vidas!

Empezamos a contactar con familias y los niños se nos acercan, algunos con un cierto recelo, pero, la gran mayoría con una sonrisa y ofreciéndonos sus manos para que las estrechemos. Hemos experimentado ya el primer día que son personas hospitalarias, acogedoras, que abren sus tiendas, que abren sus vidas con un inmenso cariño y agradecimiento, que muestran una gran generosidad, ya hemos cenado con una familia, ya hemos tomado té y café con ellos y no quieren que le demos las gracias, nos dedican todo su tiempo, les pedimos si podemos hacer alguna fotografía y ellos con una sonrisa nos dicen “no problem”.

Hemos contactado con varias familias que nos han contado parte de su historia, de su terrible historia. Un padre de familia de Alepo nos cuenta que empezaron a caerles bombas todas las noches a las 12 de la noche, que siempre era así y decidieron huir por miedo a que alguna bomba alcanzará su hogar y matara a su familia. Se fueron a casa de su madre, pero a los pocos días cayeron bombas en esa zona, en ese pueblo.

Huyeron desesperados, con miedo, con mucho miedo, pagaron unos 2000 € a las mafias, cruzaron el Kurdistán, Turquía hasta llegar a la isla de Lesbos. Fue un éxodo lleno de sufrimiento, dándose la circunstancia de que su mujer estaba embarazada de siete meses, teniendo que cruzar ríos que le llegaba el agua hasta el cuello. Llegaron a Atenas y allí la policía los detuvo y los llevó a Ritsona en un autobús, sin ninguna información, los dejaron una noche que llovía sin ningún tipo de cobertura, ni tiendas de campañas, ni atención sanitaria.

Me llama la atención de que en su mirada hay mucho dolor, hay mucho miedo, pero, no hay rencor, no hay odio, sólo quiere que entendamos que han huido de un país en guerra, que son padres y madres que quieren poner a sus hijos a salvo, que buscan la seguridad, que buscan educarlos en la paz. Nos dice, es un sentimiento compartido entre los refugiados, que les duele que no lo identifiquen con los terroristas, que ellos no quieren la guerra, no quieren la violencia. Nos dice que su país no tiene futuro, que cada día hay más sangre.

Nos dicen muchos refugiados que piden a Europa que no les tengamos miedo, que sólo quieren la paz, educar a sus hijos y contribuir con su trabajo a la prosperidad de Europa.

En ese encuentro con ellos, hemos colaborado en hacer un dulce que le gusta mucho, es un dulce hecho de almendras y dátiles, junto con ellos. La cercanía y el cariño es la expresión cotidiana. Hasta mañana.

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