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Diario de Ritsona 4

Refugiados del campo de Ritsona, Grecia

Alba Marco

Creo que mañana me va a doler la mandíbula de todo lo que me he reído hoy.

Esta mañana, alrededor de las once, una tropa de ocho voluntarios españoles y tres familias del campo de refugiados (seis adultos y trece peques) nos disponíamos a salir, repartidos en dos coches y tres taxis, dirección al pueblo de Chalkida para pasar el día.

Para muchos de ellos ésta era la primera vez que salían del campo desde el día que llegaron hace aproximadamente seis meses. Por el camino y durante el paseo por la ciudad, los niños, cada vez que veían el mar, lo señalaban fascinados y soltaban un pequeño “guaau”, con los ojos tan abiertos que parecía que intentaban absorber todo lo que veían a su alrededor.

En el coche, Sidra, una niña de siete años y con vocación de profesora de los pies a la cabeza, me hizo repetir los números del uno al diez en árabe hasta que me los he aprendido. Visitamos el castillo de Carababa y recorrimos su interior mil veces con los niños, haciendo fotos y volviendo loco al guarda de seguridad de turno.

Después de un largo paseo, una comida estupendísima en un restaurante y de flipar con los nenes viendo medusas de veinte o treinta centímetros de diámetro, por fin fuimos a casa de Caroline a darnos un buen baño en la playa. El agua estaba buenísima y no hubo nadie que se resistiese a meterse. Incluso los niños que más miedo tenían, al bañarse se enganchaban a nosotros cual koalas y se capuzaban como verdaderos profesionales.

Cuando salimos del agua, merendamos patatas fritas, helados, galletas, etc., pusimos la música a todo volumen y empezamos a bailar todos juntos. Hasta los más tímidos se atrevieron a meterse en medio del corro y se movían mientras les animábamos con palmas. Todos estábamos felices. De hecho, una de las mujeres, Rima, nos dijo que para ella era el día más feliz de su vida.

Desde la terraza de Caroline teníamos unas vistas impresionantes del mar. El atardecer ha sido una maravilla, casi tan bonito como el día que habíamos pasado. Aunque el día ya se iba acabando, la energía de los niños no, y han pasado un buen rato más jugando y haciendo dibujos y cartas para regalarnos. Después de cenar, los hemos llevado de vuelta al campo.

Mientras los niños se iban quedando dormidos uno a uno, yo no podía evitar pensar en lo lejos que está el campo de cualquier pueblo o ciudad, y en cómo tienen “escondidos” a los refugiados del resto de la población alejándolos lo máximo posible de la civilización. El silencio es su mejor arma.

En fin, para concluir he de decir que esta mañana, cuando salíamos del campo, me he sentido un poco culpable por el hecho de sacar fuera sólo a tres familias, cuando dentro hay aproximadamente unas ciento cincuenta. Sin embargo, ese mal sabor de boca con el que he empezado hoy ha desaparecido cuando el día ha acabado, ya que la impotencia de no poder ayudar a todo el mundo se ha compensado y ha sido superada por la increíble satisfacción que te aporta el haber hecho felices a unas pocas personas durante un día entero.

“Es la primera vez en seis meses que nos sentimos como personas”, nos ha dicho Ragda, de 28 años y madre de seis niños loquísimos. Y me parte el alma que nos diga una cosa así, porque sí que son personas, aunque a ciertos individuos se les haya olvidado, y merecen sentirse tal y como se han sentido hoy el resto de días de sus vidas.

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