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Ritsona: un espacio incierto entre el pasado y el futuro

Campo de refugiados de Ritsona/ MARIU CÁNOVAS

Isabel Cutillas Fernández

Ritsona —

El campo de refugiados de Ritsona, como tantos otros, es el reflejo de muchas de las batallas perdidas por la sociedad europea. Ritsona es la certeza de que nunca fuimos, ni seremos, lo que un día creímos ser: una sociedad justa y promotora de los Derechos Humanos y la dignidad humana.

Entrar a un campo de refugiados es entrar de lleno en la vergüenza de Europa.

El campo de Ritsona está situado a las afueras de una ciudad turística y muy visitada en estos días de vacaciones. Alejada y escondida, esta ubicación, sin duda consciente y premeditada, supone una muestra más de la actitud mantenida por los países europeos ante esta urgencia humanitaria, invisibilizando la realidad, evadiendo la responsabilidad y condenando a cientos de miles de personas al vacío, la incertidumbre y la desesperanza.

Así, apenas 17 kilómetros, distancia existente entre el campo  de refugiados y la ciudad, actúan de frontera entre el derecho a ser ciudadanos y ciudadanas y la ausencia de identidad, derechos y esperanzas.  Esa fue la primera sensación que me invadió al entrar en el campo, la consciencia de estar rodeada de personas a las que tras perder sus casas, trabajos, familiares o amigos bajo las bombas y el terror, nosotros le estamos robando algo tan o más importante, como es la dignidad y el derecho a ser y decidir sobre su propia existencia.

Así, aunque situado en suelo griego, Ritsona es un espacio desprovisto de los valores, principios y conquistas europeas, la manifestación incuestionable de que el derecho a vivir dignamente no depende del lugar en el que te encuentres, sino del lugar del que vengas. Estar en este campo, en el que algunas familias llevan viviendo más de un año, supone carecer de la capacidad de decidir sobre cualquier aspecto de tu propia vida.

Como persona refugiada se te es negada la libre elección sobre qué comer, qué vestir, qué hacer y, por supuesto, dónde y cómo vivir. Vivir en un campo supone ser un observador de tu propia vida, controlada y condicionada por la voluntad de muchos otros que únicamente te dirán “espera”. Porque esa es la única actividad y capacidad reservada a las personas refugiadas, esperar una llamada, unos derechos y unas promesas que no están llegando y que nadie sabe si finalmente así lo harán.

Doblemente destrozada, por la guerra y por la inacción de Europa, la vida de estas personas se encuentra paralizada y ausente. Estar unos días en el campo me ha permitido conocer la historia personal de muchas mujeres, hombres y niños que viven entre el recuerdo de lo que fueron y el deseo de  lo que serán. También eso es un campo de refugiados, un espacio incierto, difuso y opaco entre el pasado y el futuro.

*Isabel Cutillas Fernández es socióloga en Zaranda Investigación Social y en Universidad de Murcia, Departamento de Sociología, Proyecto REFUGIUM: Building shelter cities and a new welcoming culture.

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