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Sobre este blog

Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Asubiaderos

Lluvia

Marcos Pereda

En Cantabria llueve, llueve mucho. O llovía. O llovió, vaya. Dejémoslo en que en Cantabria antes llovía un montón, ¿sí? Esto es algo que ya había dicho en algunas otras ocasiones, pero merece la pena abundar sobre la idea, por si me está leyendo algún millennial, que bien podría pensar que vive en un lugar con tórrido clima mediterráneo. Y no. O antes no, decía.

Pues eso, que en Cantabria llovía mucho. De cojones, escribiría, si no estuviera en un medio serio. De cojones significa que caía agua y agua durante días y días. Y vuelta a empezar después de unos tímidos rayos de sol. Llovía, además, de muchas formas distintas, y esto es una particularidad que otorga cierto pedigrí dentro de las clasificaciones de pluviosidad. Que al Pas no llegan los monzones, pero también tiene su punto.

A veces eran chaparrones cortos, intensos, con gotas gordas como garbanzos que hasta llegaban a hacerte daño en los brazos, en la cabeza, en los hombros (por cierto, ¿por qué cuando llueve levantamos los hombros?, no lo entiendo). Otras era una lluvia constante, fina y densa, que se quedaba a vivir con nosotros durante horas, que cubría por completo los cristales, que hacía brillar la hierba. Una de esas que parece arrojada artísticamente contra las ventanas, pintura transparente en jilas y trisquidos del fuego. De vacas tumbadas todas mirando en la misma dirección, evitando que la tormenta se les meta en los ojos. Y de vez en cuando caía mi preferida, que es la lluvia que llega de costado, la que te cala en cualquier situación. No hay remedio posible. Esto de la lluvia de costado, por cierto, es algo que allá afuera, al sur de Valderredible, entienden regular. Supongo que porque hay que vivirlo. Mojarse con ello.

Como llovía mucho en esta tierra fueron apareciendo a lo largo de la historia muchas y muy diferentes formas de asubiarse. Lo del asubio es una de esas palabrucas que tenemos aquí y en ningún otro lugar, y que como no salen en la tele ni en las letras de canciones tontas pues poco a poco se va perdiendo. Sospecho de que de forma irremediable. Modernidad, lo llaman. Pues eso, que aquí han surgido muchos asubiaderos a lo largo de la historia. Hemos tenido escurrideras, que no es lo mismo pero que suelen incluir un lugar donde guarecerse. Tenemos portales, cornisas, árboles, atrios de iglesias. Tenemos socarreñas y cuevas. Hasta tenemos paraguas, que en los pueblos se llevan siempre colgados del cuello de la camisa, posados sobre la espalda. Estampa clásica, advierto. Y hay también distintos asubiaderos en la Cantabria más rural que databan de los años setenta y ochenta y hacían labor inicial de parada de autobús. Espacios de piedra con un asiento dentro (en Campoo, por aquello del frío, incorporan un pequeño hogar donde encender un fuego diminuto y titilante donde calentar las manos) que aparecían rematados con las palabras (o el logo) “Caja de Ahorros de Santander y Cantabria”. No lo lean en voz alta, porque esa institución ya no existe y su mera mención está vedada…

Eran espacios funcionales, bien construidos, incluso con un cierto sentido estético. Lugares cumplidores tan exitosamente de su cometido que muchos años después la inmensa mayoría siguen en pie. Incluso en los últimos años han surgido otros, de madera y cristal, que parecen adaptar a los nuevos tiempos las viejas misiones. El no mojarnos, vaya. Como digo, una constante en los pueblos.

Pero no en todos. Yo vivo en un pueblo, en uno no demasiado rural por cercanía con centros más grandes y para nada aislado por la misma razón. No voy a decir cuál es, pero tiene una costa con Urros, ustedes saben. Allí había un asubiadero que hacía de parada de autobús, color marrón oscuro. Para que nos hagamos una idea, cuando llueve en mi pueblo suele arreciar bastante, por aquello del viento que viene de la mar y esas cosas que tampoco vas a andar explicando por acá. Así que tener un sitio donde guarecerte era bastante importante. Era.

Desde hace unos meses ha desaparecido. No tengo ni idea de lo que ha pasado, de la razón. Es más, como no soy habitual usuario del transporte público (y aquí entono el mea culpa) ni siquiera me había dado cuenta hasta que me lo han señalado. Que sigue habiendo parada de autobús pero no un lugar a cubierto donde esperarlo. Porque allí, realmente, no hay nada. Ni cornisas, ni portales, ni socarreñas. Nada. Bueno, sí, gente esperando, chavales que van al instituto, otros que acuden cada mañana al trabajo rodando con ojos de sueño y la cabeza un poco caída contra el cristal del autocar. Esos. Los que, parece, van a chupar frío y agua como campeones a nada que se nos meta el invierno. Que ni sé cuándo llegará, pero acabará haciéndolo. Espero.

Esto puede parecer asunto menor, quizá poco menos que una anécdota que no merece mayor atención, que no justifica un artículo. A lo mejor es así. Pero también pienso que es en cosas como esa donde se ve una mejora en el bienestar de una población. En obras pequeñas o medianas, pero que inciden directamente sobre la vida de las personas. La de cada día, la que cala y tiene rostro somnoliento y pocas ganas de ir a trabajar. Desconozco cuál puede ser el coste de una obra como esa (apenas un cajetín, no piensen en algo enorme) pero no me entra en la cabeza que no se afronte. He llegado a plantearme que igual han cerrado la fábrica que hacía asubiaderos, fíjense ustedes…

Entre medias, entre síes y noes, entre que llega y que se retrasa, entre que se instala y se deja apoyado sobre un murete, acabará arribando el invierno. El del viento y la lluvia. Porque en Cantabria llueve, llueve mucho. O lloverá. Y moja.

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