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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Coz, Leño y Azabache

Rosendo, excantante y líder de Leño.

Jesús Ortiz

Una noche de viernes, en el verano de 1978, vio la culminación de los esfuerzos de unos amigos que años antes habíamos compartido pupitres en el instituto, entre los que recuerdo seguro a Gelín Aedo y Vicente Carballido. Los esfuerzos iban dirigidos a convertirnos en promotores musicales. Partíamos con ninguna experiencia empresarial, pero grandes conocimientos en el tema de la música: contratamos a los rockeros Coz, Leño y Azabache. Que éramos unos especialistas quedaba claro porque nadie más que nosotros había oído hablar de ellos (o casi).

Alquilamos el polideportivo de los escolapios, obtuvimos una licencia municipal, imprimimos unos carteles (creo recordar que en la imprenta América, de Gonzalo, en Daoíz y Velarde). Recibimos a los músicos, los paseamos por la ciudad, ayudamos en la descarga y montaje del equipo, los llevamos a cenar… resistimos el empeño de Rosendo Mercado en que le llamáramos Florfondo, nos reímos, bebimos…

Y puntualmente empezamos el concierto. Todo iba de maravilla. Habíamos atraído a unos cientos de personas, entre las que estaba mi mujer, que vivía enfrente: todas disfrutaban con el espectáculo, saltaban y jaleaban sabiendo que estaban viviendo lo más moderno que se hacía en el país.

No recuerdo con precisión, pero el final estaba previsto para la una y media o dos de la mañana. Apenas pasada la medianoche entra una dotación de la policía municipal exigiendo que paremos. Les enseñamos nuestra autorización, expedida por el ayuntamiento, pero dicen que eso no sirve de nada si los vecinos se quejan del ruido, que es lo que ha pasado. No nos queda más remedio que suspender lo que queda de concierto.

Mientras los músicos recogen el utillaje, los empresarios hacemos caja. Tras pagar todos los gastos, hemos perdido la misma cifra que aportamos, en mi caso la nómina de dos meses.

Otro viernes, el de la semana pasada, me acuerdo de esta experiencia, porque algún promotor contemporáneo ha instalado altavoces por las calles y empieza a sonar una tonada montañesa. Primero pienso que son las casetas de los bares preparadas para la Semana Grande, pero no, todavía están cerradas. ¿Dije una tonada? Pues quería decir eso, una. Pero un concierto no se hace con una única tonada, que dura unos minutos, así que cuando acaba vuelve a sonar. La misma. Los promotores de hoy deben tener tan poco dinero como teníamos nosotros, conjeturo, y no han podido pagar los derechos más que de una tonada. Que volvemos a oír. Y otra vez. Y así, hasta que se cansan. Nos acostamos con el ruido habitual, razonable, de una noche de fin de semana.

Pero el sábado no despertamos más tarde que el resto de los laborables, como acostumbramos, ¡qué va! A las cinco y media los altavoces están funcionando a toda su potencia. Un coro canta y recita, explicando a voz en cuello, con mucho orgullo y toda la razón, que es por su culpa, por su culpa, por su grandísima culpa que ni Dios pueda dormir en kilómetros a la redonda.

Me acuerdo entonces de la eficacia de la policía municipal, sufrida en propia carne, para proteger el sueño de los vecinos. Y yo, que siempre quise estar en el mismo lado de la policía (en el otro lado se pasa mucho peor), ahora lo estoy: soy un vecino. Que duerme por la noche y labora de día, sábados incluidos. Así que me levanto y voy al teléfono del cuarto de estar para hablar con la policía.

Recién arrancado del sueño, no he recuperado del todo el uso de los cinco sentidos de la vigilia y me cuesta marcar el número. En cambio, no se han acabado de retirar el resto de los sentidos, los que campan a su sabor cuando duermes. Así que puedo ver al policía cogiendo el auricular con la mano izquierda, mientras la derecha y el resto de él no se despega del sudoku en que estaba enfrascado. Y puedo oírle pensar mientras le explico la situación: «¿Usted cree que yo estoy aquí para arreglar su problema?». Pero no dice eso, claro, dice sencillamente que no puede hacer nada porque los ruidosos tienen permiso municipal.

¡Ahí va! Resulta que he cambiado de bando pensando colocarme junto a la policía, y la policía astutamente también ha cambiado: ahora no defiende el sueño de los vecinos, sino la iniciativa empresarial, la música en general, los jóvenes promotores, y vete tú a saber qué más.

Descubrimos que los de los altavoces tienen permiso también para el día siguiente. Mi familia y yo tenemos algo importantísimo que hacer justo al otro lado de la ciudad, y cuando volvemos suponemos que ya han acabado el concierto. Pero no, los altavoces todavía runfan. Se ve a la multitud de turistas con cara de desconcierto comentando sobre el asunto, quizá sorprendidos de que haya que pagar por oír a Enrique Iglesias y en cambio esto se les ofrezca gratis (y sin posibilidad de rechazarlo).

Los altavoces todavía funcionan y nos da tiempo a oír la cancíon de cierre del espectáculo, que resulta ser el hit La marcha real. Me acuerdo sin querer de los Sex Pistols, que también acabaron famosamente una actuación con el God save the Queen (and all her money, añadían por su cuenta). Así que me parece que el estilo musical de estos jóvenes de ahora tan comprensivamente tratados por la policía municipal oscila entre las tonadas montañesas y el punk: no es una mezcla que me parezca muy palatable, pero es sabido que generaciones nuevas tienen gustos rompedores con quienes les precedieron.

Ahora no les conoce nadie, pero tampoco a Coz, Leño y Azabache cuando les contratamos nosotros y, mira, justo después de tocar en los escolapios volvieron a Madrid y la liaron parda, armaron nada menos que la movida madrileña. Es para pensarlo. Como encuentre a Vicente y a Gelín por ahí, nos juntamos otra vez, les ofrecemos un contrato a largo plazo, nos los llevamos a Madrid, resucitamos la movida y nos forramos.

En el peor de los casos, dejamos a los vecinos dormir tranquilamente y a los turistas disfrutar en paz de la belleza de nuestra ciudad. ¿O no queremos que vuelvan?

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