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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

El día que mi amigo Carlitos vio la Santa Compaña

P. | (Arlintong)

Marcos Pereda

“He visto a la Santa Compaña”, me soltó, así sin avisar, el otro día mi amigo Carlitos. Yo le miré, rastreé en su cara el terror, y le creí. La cosa era seria, así que nos fuimos a un bar. Tómate un café, y cuéntamelo todo. O un orujo. Tranquilo. Ah, y pide unas croquetas.

Un poco más templados los nervios, ustedes me entienden, comenzó con su pavoroso relato. Verás, decía, serían las seis de la mañana o así, y yo salía para el trabajo. A mí se me puso la piel de gallina, porque ya la referencia al madrugón era para estremecerse, pero preferí no interrumpirlo. Su mirada estaba perdida, los labios le temblaban. Volvía a vivir aquel momento, y todos los males del mundo parecían acecharlo. Eran las seis y media, cogí el coche, salí en dirección a la empresa. Y entonces la vi. Silencio. Un trago, dos. Estaba allí, tienes que creerme. Yo le miré, animándole a continuar. Estaba allí, justo debajo de casa, donde la rotonda. A mí me sonaba más la Santa Compaña a algo en plan rústico, pero no podía asegurarlo, porque incluso el folklore debe de ir mutando con los tiempos, supongo. Era espantoso, una procesión de diez o doce figuras. Vestidas de negro, encorvadas, mirando al suelo. Y cada una de ellas portaba su candela encendida en las manos, alumbrando lo que quedaba de noche. Aquí me acojoné yo también, porque si un amigo me cuenta algo yo me lo creo, joder, y aquello estaba empezando a ponerme los testículos de corbata.

Continuó. Yo me acerqué con el coche, muy lentamente, porque tampoco era cuestión de dar la vuelta a esas alturas. Y entonces…entonces pasó algo que jamás olvidaré. Una de aquellas figuras alzó sus ojos y me miró fijamente. Tenía la piel pálida, los pómulos huesudos, las ojeras muy marcadas. Una expresión cadavérica. Y me sonrió. Tú sabes lo que eso significa. Me sonrió.

Yo levanté la cabeza, pedí otras dos. Claro que lo sabía, igual que él. Carlitos es mozo recio, y no se asusta con cualquier cosa. Pero si te mira la Santa Compaña significa que dentro de poco irá a reclamar tu alma. Vamos, que te vas a morir en breve. Y si mi amigo se acojona, yo me acojono con él. Lloramos en silencio, que es la forma más escandalosa de llorar. Estábamos tan afectados que casi ni nos acabamos las croquetas.

Fueron dos días auténticamente espantosos. Yo leí un poco sobre la Santa Compaña, sobre cómo combatirla y evitarla si te topabas con ella. Así que empecé a llevar encima siempre un poco de tierra recogida al pie de un crucero. Recolecté hierba verbena. Cuando tenía que pasar por la pérfida rotonda lo hacía mirando al suelo, sin atreverme a despegar mis ojos del asfalto. Mi amigo se mostraba taciturno, como si no tuviese ganas de vivir. Yo intenté animarlo. Más croquetas.

Hasta que recibí una llamada suya, y me temí lo peor. Madre mía, tiene algo. Una enfermedad, piojos, algo. Pero no, sonaba de lo más alegre. Que no me muero, me dijo, que no me muero. Yo, que a esas alturas ya había pasado la primera fase del duelo, me sentí algo estafado, para qué engañarnos. Cómo que no te mueres, no me jodas, con la de dinero que hemos gastado en el bar. Él me escupió, metafóricamente. Gilipollas, que no era la Santa Compaña. Que no. Que es que nos han abierto un gimnasio Pokemon debajo de casa. Que solo eran aficionados con sus móviles. Pálidos, sí, y un poco raros, pero nada más. Que no me muero, joder.

Yo colgué, un pelín contrariado por el cambio de planes. Y sorprendido, además. Un gimnasio Pokemon, ¿eso qué coño será? Busqué en internet, que todo lo sabe. Localicé la información, me froté los ojos, volví a leer, no me lo creía. Nos habían plantado debajo de casa un “lugar virtual donde se llevan a cabo combates y entrenamientos Pokemon”. No lo entendí. Rastreé más referencias. Todo este asunto funciona con el móvil, de ahí la confusión con las candelas y demás. Lo de los muertos vivientes…bueno, eso es otra cosa.

Por puro vicio sigo investigando un poco, y leo que Torrelavega y Santander quieren habilitar especies de espacios (gracias Queneau) para Pokemon. Que, incluso, el juvenil alcalde de la capital no dudó en fotografiarse junto a uno de los simpáticos (e inexistentes) bichejos en la playa. Más aun, que en Cabárceno se estudia la forma de compaginar la presencia de fauna salvaje real con otra de tipo virtual, supongo que advirtiendo de la naturaleza de cada espécimen, por lo que pudiera pasar, que luego la gente se empeña en ser más tonta de lo que pensamos. Y mira que lo pensamos un montón.

Leo y sigo leyendo. Tengo tentaciones. Cojo mi teléfono móvil. ¿Daré el último paso? Luego recuerdo el comienzo de la historia. El rostro demudado de mi amigo Carlitos al sentirse perseguido por las huestes del más allá. Suelto el móvil. Saco toda la tierra que llevo en los bolsillos y la dejo caer en las macetas de la terraza. Vuelvo a coger el teléfono y llamo a mi amigo. Quizá fui un poco brusco antes.

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