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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

El bicho

Ilumniando el futuro con la educación

Javier Fernández Rubio

Estaba el otro día tan ricamente fumando asomado a la ventana, cuando fui testigo de algo que no había oído hacía años. Una mujer cantaba. Y cantaba bastante bien. Acostumbrado a la pesadilla del reggaeton a todo trapo las mañana dominicales o a esa otra pesadilla auditiva de los astros del karaoke de OT, me retrotraje a los tiempos en los que las mujeres cantaban y los patios de vecindad eran como camerinos de teatro. Eran otros tiempos, claro está. Tiempos en los que las mujeres cantaban en las cocinas y los hombres, de noche, en el bar. Cantaban las mujeres al sol mientras tendían la ropa o cocinaban y para mí era un estado idílico de felicidad.

Ahora pocas mujeres soportarían ese régimen de vida. Las casas eran viejas. En Santander también. Salvadas del incendio de 1941, muchas de ellas habían llegado a los años 70 con las viejas vigas de madera centenarias y su corolario: suelos irregulares, paredes combadas, eternas 'derramas' en la vecindad para la enésima reparación de la fachada o del tejado. Por supuesto que no había ascensor ni garaje, y en los baños, pocos tenían bañera o plato de ducha. 

La vida se hacía en las cocinas, sobre todo en invierno. Y no había más vida prácticamente. Todo la vida se circunscribía en un radio de acción que, como mucho, alcanzaba el mercado de abastos. Como no había calefacción, ni central, ni periférica, ni mediopensionista, la cocina se caldeaba con el fuego de la propia cocina... que era de carbón.

Tengo que decir que las cocinas eran la pieza más grande de la casa porque la vida se hacía en la cocina. En la cocina se cocinaba y mucho (la pesadilla de un vegano: carne chorreante y rica en grasa: colesterol del malo y clembuterol del bueno). Los niños jugaban al fútbol en la calle, entre los coches (espectaculares los Citröen DS, llamados 'tiburón', que se derrumbaban sobre el asfalto con un resoplido cuando aparcaban), y por la cocina pasaba el cobrador de la Propicia y el repartidor de la tienda de ultramarinos.

En la cocina se celebraban cónclaves de mujeres y un momento especial era el baño de los niños, que se hacía en la piedra de mármol del fregadero. Por ahí pasaba todo: la ropa, los cacharros de cocinar y los niños. Y en las cocinas se hacían los deberes, y hasta se recomponían relojes (cosas de tener un abuelo relojero), de ese modo descubrí que el tiempo era elástico y discurría más lento o más rápido que en la física del colegio.

La luz de la cocina se encendía de madrugada y se apagaba de madrugada y, aun así, las mujeres cantaban, que ya son ganas de cantar. Cuando mi madre cantaba yo la miraba de abajo arriba (por razones obvias) como si fuera una extraterrestre. Lo que me sorprendía era descubrir cosas insospechadas en personas que te habían acostumbrado a otras cosas. Luego me ha pasado más veces y debe ser porque siempre asignamos un guion cuando hay más fondo de armario del que se exhibe.

No voy a hacer un canto de la precariedad, por supuesto, pues tengo que reconocer que no era nada 'fashion' la vida de las cocinas (será por eso que nunca llamó Vogue a casa para hacernos un reportaje gráfico). El teléfono era tipo góndola y trepaba por la pared como un enorme insecto, y la televisión en blanco y negro tenía dos canales, el de la izquierda y el de la derecha (lo de VHF y UHF lo decían solo los que tenían estudios).

Mientras Gaby, uno de los payasos de la tele, hacía un aparte en su 'sketch' humorístico para explicar en que la pistola que tenía en la mano era de juguete o que los billetes también, y que los niños no tenían que jugar con esas cosas, Franco apuraba los últimos fusilamientos (un saco sin fondo de muerte ese hombre), los curas repartían estopa a diario en el colegio y la gente corriente tenía el mal gusto de morirse pronto, reventada de trabajar o parir.

Solo menciono esto porque a mí me gustan las personas tomadas de una en una, entonces y ahora. Pero había otro reverso de las personas, las mismas, que no entendía y no me gustaba nada, ni entonces ni ahora. Y es que, cuando las personas se reúnen en manada, se convierten en otra cosa.

En las reuniones de comunidad había batallas campales por cuestiones nimias, y en la calle también. Las escandaleras estaban a la orden del día y bastaba que se juntaran dos y empezaran a mentar en vano el nombre de un vecino para que se montara la de San Quintín. 

La vida en comunidad era ciertamente espantosa. Fuera, también pasaba. Recuerdo un suceso espeluznante que ocurrió en España en los años 80. Un raterillo había robado un radiocasete en un coche en un pueblo del sur. Tuvo mala suerte: lo habían trincado y una multitud airada... lo ahorcó de un árbol. No, no era una película del Far West. Era la España de Far West de entonces y, si me apuran, de ahora. Lo más impresionante es que aquella manada airada y rabiosa, tomados sus integrantes de uno en uno, eran adorables padres, solidarios trabajadores, amantísimas esposas, honrados tenderos, beatíficas abuelas, gente buena. Hasta que se juntaban.

Basta ir a un campo de fútbol de las ligas menores para ver la violencia campar a sus anchas. Bondadosos abuelitos que le atizan al linier con un paraguas según pasa, madres bondadosas que llaman 'zorra' y 'malfollá' a la árbitra, padres de familia que le dan collejas a sus hijos si no le rompen la pierna al hijo de otro. Las actas de los árbitros son monumentos a la barbarie. A uno lo persiguieron con hachas hasta la caseta del vestuario y aun allí intentaron derribar la puerta a hachazos. Otro tuvo que dejar el arbitraje 'por motivos de salud', ya que una tarde, de paisano, lo reconocieron por la calle y lo hostiaron con entusiasmo y alegría. Así ad infinitum.

La educación y la cultura son los únicos candados que impiden que salga fuera el bicho que llevamos dentro. Es algo atávico. La brutalidad, la violencia, el egoísmo están dentro de nosotros; y la impunidad que da la manada, la disolución de la responsabilidad individual en que se ampara toda barbarie, solo puede controlarse con educación. La educación sujeta los caballos, es una represora, pero de lo malo. Por eso nos hace mejores. No porque seamos mejores, sino porque le pone una brida al bicho que llevamos dentro. 

Y por eso me duele ese elogio de la ignorancia que impera. Porque antaño la gente era ignorante pero respetaba al que sabía y deseaba que sus hijos mejoraran con la educación. Ahora no veo más que patanes que dan collejas a sus hijos por sacar malas notas, pero también le atizan si les pillan con un libro entre las manos (“¡Pero qué haces! ¿Estás tonto?”). 

Así que ahora las cocinas son inducidas y, si el reloj se estropea, no se recompone: se compra otro. En las cosas materiales hemos mejorado, es cierto. Pero el bicho sigue gozando de buena salud y, basta que se junten dos en su nombre, para que los correajes se aflojen y la bestia se manifieste.

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