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Sobre este blog

Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

El castillo europeo

Miguel Ángel Chica

El castillo de Kafka solo se ve desde el horizonte. Abajo, en el pueblo, los mesones son oficinas siniestras. Por sus pasillos oscuros y estrechos pululan burócratas grises: funcionarios, secretarios, ordenanzas, mensajeros, subencargados y subcualquiercosaqueseteocurra. En ese mundo milimetrado con normas absurdas, todo es hostil. Y el hombre que acaba de llegar pasea la desnudez de su ignorancia llamando a todas las puertas solo para encontrarlas cerradas una y otra vez.

Como siempre que uno se encuentra con Kafka y con esa asfixia suya de los párrafos interminables -propios de un libro abandonado a medias y aún así válido, construido postmortem a partir de legajos en un cajón- todo tiene demasiadas interpretaciones, simbolismos y oscuridades como para reducir su lectura a un puñado de líneas. Se ha hablado del castillo como metáfora religiosa, de las andanzas del protagonista como una alegoría autobiográfica, de la burocracia absurda como una sátira de los estados totalitarios, de la crueldad de los aldeanos con el forastero como una crítica brutal a una sociedad indiferente y despreocupada por los demás. Se pueden desplegar las interpretaciones, como una baraja de cartas en la mesa de un casino, y elegir. A mí, personalmente, siempre me ha parecido que en ese pueblo que se extiende a los pies de un castillo que nunca se alcanza estamos, seguramente, todos nosotros, que a veces somos el extranjero perdido y a veces el vecino cabrón que se divierte a su costa.

O puede que Kafka solo intentara trazar el mapa de un mundo lleno de gente sometida a un poder tan irreal como maligno, un lugar donde no queda sitio para la empatía y los demás son el enemigo. Un lugar peligroso, donde las relaciones humanas han sido reducidas a un montón de huesos roídos y después a un puñado de cenizas mojadas. Sin pasión, compasión, simpatía ni misericordia. Cuatro calles donde lo único que importa es sobrevivir y medrar, en la medida de lo posible, a lo largo de una jerarquía invisible, destrozando, si hace falta, a cualquiera que muestre un síntoma de debilidad.

Kafka, como siempre, permanece encerrado en su propio misterio.

Una sociedad se mide, alguien lo dijo, por el modo en que trata a sus miembros más débiles. Esos que solo pueden contar, para salir adelante, con la ayuda de unas manos que no son las suyas. Asusta un poco pensar en eso. Hay que salir a la calle, ver un rato las noticias. Hay gente que no tiene trabajo ni medios de subsistencia. Y enfermos que se hacinan en los pasillos de los hospitales por falta de camas. Ese váyase usted a su casa y muérase usted allí. Molestar, malgastar el tiempo y el dinero de todos por una cosa tan pequeña como una enfermedad o una muerte, es una cosa demasiado vulgar. Que hablen los que duermen en la calle mientras se les exigen justificantes de esto y de aquello para conseguir una plaza en un albergue o una renta social básica. Que hablen los que llegaron aquí saltando alambradas llenas de cuchillos, que hablen y digan si hemos perdido o no la razón. Que les pregunten.

Resulta un poco violento que el presidente de tu país justifique, es un poner, la deficiente asistencia sanitaria que se presta a un buen número de personas alegando que no son de aquí y que toda Europa hace lo mismo. Es bonita Europa, la vieja Europa, elegante, ilustrada y podrida. Que ha visto tantas atrocidades que nada consigue sorprenderla ya. Entiéndelo, son las normas. Entiéndelo, no hay dinero. Son solo excusas para justificar cosas que son injustificables. Puestos a ser brutales yo preferiría declaraciones sinceras: el esfuerzo necesario para salvarte no nos sale rentable.

Es hermoso, este palacio nuestro, levantado sobre la ruina de los demás. Solo hay que encogerse de hombros y pronunciar esa frase tan hipócrita: si yo lo he conseguido, todos pueden. Es una argumentación cruel y gilipollas, pero nos permite desentendernos de todo lo que no sea nosotros. Puede que sea una cosa natural, un instinto, quién se atreve a juzgar, pero hay algo enfermizo, algo que no huele bien, en todas esas conversaciones que terminan con un yo no pago impuestos para que otros vivan a mi costa.

En aquel pueblo de Kafka, embrujado a los pies de un castillo terrible, la única opción sensata era escapar, empezar de nuevo. Nuestra sociedad no es aquella. Porque incluso en aquel mundo tan frío y tan indiferente, al forastero de Kafka siempre lo dejaron dormir bajo techo, debajo de una manta, junto a un fuego encendido.

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