Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.
La portada de mañana
Acceder
Israel se prepara para una ofensiva en Rafah mientras el mundo mira a Irán
EH Bildu, una coalición que crece más allá de Sortu y del pasado de ETA
Opinión - Pedir perdón y que resulte sincero. Por Esther Palomera
Sobre este blog

Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

En la corte de Ronnie

El escritor John Le Carré. |

Jesús Ortiz

0

Reg había ido a prisión por Ronnie. Y también George-Percival, Eric y Arthur: los cuatro preferían ir a la cárcel a que la corte quedara sin su dirección.

Ronnie era el padre de John le Carré, que hizo este descubrimiento, que sus compinches, sus cortesanos, habían cumplido penas de prisión en su lugar, tras su muerte. Pero desde mucho antes sabía que era un granuja: su madre le había llevado a visitarlo a la cárcel a una edad temprana, antes de los cinco años que tenía cuando ella los abandonó a él y a su hermano Tony. Recuerda ver su cabeza (que había vendido a la ciencia por 50 libras) a través de los barrotes, cumpliendo condena tras un juicio en el que se había defendido a sí mismo.

John le Carré sabía que su padre era un granuja por muchas cosas. Entre ellas, porque cuando tenía 17 años lo había acompañado a Montecarlo a jugar al casino, en la misma mesa con el caballerizo del rey Faruq, que disponía de un teléfono blanco a su lado, cortesía de la casa, por el que recibía las instrucciones del rey, mientras este consultaba con sus astrólogos en El Cairo. Ronnie jugaba contra los astros y el rey Faruq: si ellos apostaban al rojo, él doblaba la apuesta al negro. Ambos perdían dinero a espuertas (para eso se inventaron los casinos); a Faruq no le importaba porque era rey y por tanto propietario de todo Egipto. A Ronnie no le preocupaba tampoco, porque contaba con que le sirviera para acercarse un día por El Cairo y dejarse caer a tomar una copa con Faruq, y venderle, ya de paso, unos cuantos aviones de combate o unos exprimidores de naranjas que se desarmaban al entrar en contacto con una naranja.

Pero Ronnie era un granuja encantador. Siendo le Carré rico y famoso le llegaban con frecuencia cartas de gente que le hablaba de su padre. Por ejemplo, una de un abogado de Búfalo, Nueva York, que le contaba que él y sus compañeros de bufete habían seguido sus consejos de inversión en una urbanización por construir en Canadá. Habían pasado días felices inspeccionando el terreno, haciendo planes con los arquitectos, gastando el dinero de sus clientes, hasta que acabaron dándose cuenta de que Ronnie no tenía ningún derecho sobre los terrenos y todo era una invención suya. Perdieron un millón de dólares. La carta acababa diciendo que su padre era un hombre extraordinario y consideraban impagable el placer que les había supuesto conocerlo.

Incluso gente que lo trató durante más tiempo se rendía al encanto de Ronnie. Su carcelero le dijo a le Carré que «su padre es una de las mejores personas que he encontrado en mi vida. Fue un privilegio cuidar de él. Me voy a jubilar pronto y cuando vuelva a Londres su padre me va a meter en el mundo de los negocios».

Y así una historia y otra y otra. Llamadas de teléfono llorando para que lo saque de la cárcel. Encuentros con gentes que le han confiado todos sus ahorros y no le han vuelto a ver. El daño, además del encanto. La vez que quiso demandarlo a él, su hijo, porque había visto un documental sobre su vida y no había dicho que todo se lo debía a su padre.

Seguramente le debía mucho: la duplicidad, esa capacidad para ser espía, que requiere fingir eficazmente estar de parte de unos y trabajar en realidad para sus enemigos. Y para escribir sobre espías lo bastante bien como para que autores como Philip Roth y Ian McEwan, entre otros muchos, lo consideren uno de los grandes de todos los tiempos.

Seguramente le Carré le debe a Ronnie la duplicidad y la capacidad de fabulación, porque dice que «quienes han tenido una infancia muy infeliz son muy buenos para inventarse a sí mismos», y desgraciada fue la suya. Ronnie le pegó alguna vez, aunque a su madre con más frecuencia, descubriría mucho más tarde. Pero cuando ella marchó Ronnie se quedó con él y con su hermano Tony.

El afecto, en todas sus variantes, es una cosa difícil de aprender. John le Carré dice que nunca tuvo contacto físico con su madre, no recuerda su piel: cuando iban cogidos de la mano ambos llevaban guantes. Y su madre no tenía olor, al contrario que su padre, el único de los dos que lo abrazaba. Su padre olía a tabaco bueno y a loción para el pelo. Y la lana de su traje parecía oler a sus mujeres también.

Imagino que John le Carré no se ha enamorado nunca, pero un buen escritor no escribe solo de sus experiencias, sabe documentarse bien. Quizá eso le haga acertar al describir el vínculo con sus padres, porque ciertamente el amor reside en la pituitaria y en la yema de los dedos. O probablemente no lo sepa y le traicione algo, porque estos detalles hacen que su lectura nos permita pensar que nos encontramos tanto ante un maestro del engaño, que lo era sin duda, como de un ignorante en cuestiones elementales.

A los 21 se las arregló para encontrar a Olive, su madre, «tras 16 años sin abrazos», durante los que había tenido dos hijos más. Consiguió encontrarla a ella, pero no el modo de abrazarla: era una mujer hecha enteramente de codos. Que además se refiere a su marido, Ronnie, llamándolo al hablar con su hijo, John le Carré. Cuando este le pregunta si su padre había cambiado en prisión, contesta:

—¿Cambiado, querido? ¡Nada en absoluto! Perdiste peso, claro, la comida de la cárcel no está hecha para gustar.

Y añade, aparentemente sin darse cuenta de lo que está diciendo:

—Y tenías esa costumbre estúpida de pararte ante cada puerta y esperar con la cabeza baja que te la abriera. Eran puertas completamente corrientes, sin trancar, pero tú no creías ser capaz de abrirlas por ti mismo.

Le Carré cuenta que su padre siempre llamaba a Olive con un apodo extrañísimo (Wiggly, que significa ondulada). Y dice de sí mismo: «Cuando crecí yo también ponía apodos estúpidos a las mujeres para hacerlas menos imponentes». ¿Qué clase de hombre puede considerar imponentes a sus amantes y pregonarlo?

Sí, seguramente le Carré heredó de Ronnie la duplicidad y la capacidad de fabulación. En su día, Ronnie obtuvo permiso para cortejar a la criada de la casa de Olive y lo aprovechó para cortejarla a ella, de una clase social superior a la suya. Su hijo le pregunta por qué lo aceptó.

—Estaba tan sola, cariño. Y tú eras puro fuego.

Sobre este blog

Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Etiquetas
stats