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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

El edificio

Escalera

Marcos Díez

No habíamos conversado más allá de algún comentario intrascendente. No había estado yo nunca en su casa ni ella en la mía y eso que en el edificio no vivíamos más que nosotros. Las viviendas las ofertaban por la mitad de lo que habíamos pagado pero no las quería nadie porque siempre había promociones más baratas y mejor por ahí. A medida que pasó el tiempo perdimos la esperanza de que llegaran al edificio nuevos inquilinos. Y allí estábamos ella y yo, en una comunidad de solo dos vecinos. El edificio tenía siete alturas y dos viviendas en cada planta. Nosotros ocupábamos los dos séptimos, ella la mano izquierda y yo la derecha. De alguna manera esa coincidencia nos permitió vivir con la fantasía de  que el edificio que había bajo nuestros pies no se encontraba deshabitado. Mi vecina, quizá para que todo fuera un poco más amable, colocó unas plantas en el rellano de la escalera.

Yo siempre llegaba muy cansado a casa y lo último que me apetecía era hablar más de la cuenta si nos encontrábamos en el portal. Mientras subíamos juntos en el ascensor no apartaba la vista de mis zapatos solo por no mirarla a ella. Las primeras veces mi vecina hizo algunos comentarios sobre temas que, en teoría, nos preocupaban a los dos: las limpieza de la escalera, los problemas con los pagos de la comunidad, la piscina sin agua, la saturación de publicidad en los buzones o el mendigo que se sentaba con su perro en la entrada de nuestro edificio y que se había convertido con la costumbre casi en un vecino más. Yo respondía con pocas palabras: sí, no, quizá, cierto. Con el tiempo dejó de preguntarme. Así que cuando nos veíamos nos limitábamos a hacer un leve movimiento de cabeza que resultaba ser idéntico tanto para los saludos como para las despedidas.

Una vez fuimos juntos al cine. Bueno, no es que fuéramos juntos al cine sino que la casualidad hizo que tuviéramos asignados asientos que estaban el uno junto al otro. Cuando me quise dar cuenta ya era demasiado tarde y no pude hacer otra cosa que sentarme junto a ella. Lo peor es que la película duraba más de tres horas y contaba la historia de dos amantes con escenas de sexo muy explícito. Las secuencias en las que las mujeres se acostaban y se desnudaban y se frotaban y se mordían eran larguísimas y el director, además, había decidido que no hubiera música en esos momentos así que en la sala solo se escuchaban gemidos, chupones, bocas entrechocándose y cosas así.

Mi reacción natural fue la de intentar contener la respiración. Algo tuve que respirar, es verdad, pero intenté hacerlo con el mayor sigilo: aspirando y espirando pequeñas y silenciosas bocanadas de aire. Además, permanecí totalmente quieto y evité cualquier leve tos o carraspeo. Toda esa contención me supuso un gran esfuerzo y las gotas de sudor comenzaron a deslizarse por mi frente. Mi vecina tenía, en cambio, la respiración muy agitada, tragaba saliva con frecuencia y se movía una y otra vez en la butaca, como si no encontrara acomodo. Al acabar la película nos despedimos con nuestros ya familiares movimientos de cabeza. De regreso a casa ella iba unos metros por delante y tuve que andar deliberadamente más despacio para no adelantarla. Cuando entró al portal me entretuve un poco en la calle porque me incomodaba un poco que coincidiésemos en el ascensor.

Lo del cine no fue una excepción: mi vecina y yo íbamos solos a todas partes y acabábamos viéndonos muchas veces porque en el barrio tampoco es que hubiera mucha gente. Coincidíamos, por ejemplo, haciendo la compra en el supermercado. Descubrí que le gustaban las verduras, los productos dietéticos, la fruta, el agua mineral y las sardinas con aceite. Por supuesto, coincidíamos en las reuniones de escalera en las que solo estábamos nosotros porque la empresa propietaria de las viviendas vacías había perdido la esperanza de venderlas y no pagaba la comunidad.

Mi vecina colocaba con motivo de cada convocatoria una hoja pegada en el portal con la fecha, la hora y el orden del día. Como la situación era cada vez más desesperada llegó a plantear, en una de las reuniones, un plan de resistencia consistente en: 1) rescindir el contrato con la empresa de limpieza y barrer y fregar nosotros mismos la escalera, al menos la planta baja  y el descansillo del séptimo, dejando desatendidos los pisos intermedios; 2) quitar todas las bombillas del portal entre las plantas primera y sexta para ahorrar en la factura de la luz; 3) abandonar la idea de poner en funcionamiento la piscina, que estaba vacía y acumulaba bolsas de plástico, papeles, tierra y hojas secas en su fondo de azulejos azules; 4) centrar todos los esfuerzos en mantener operativo el ascensor; 5) dar una llave del portal al mendigo y permitirle que ocupara junto con su perro uno de los trasteros que estaban abiertos.

¿Te parecen bien todas las propuestas?, preguntó. Sí, respondí.  Al día siguiente encontré una copia del acta en mi buzón con los acuerdos de la reunión debidamente firmada por la presidenta de la comunidad y el secretario. Nuestra convivencia vecinal transcurría plácida y sin problemas. Ella no insistía demasiado en darme una conversación que yo no deseaba y yo, pese a hablar con monosílabos, era siempre muy educado. Creo que los dos, cada uno a nuestra manera, nos sentíamos afortunados de que hubiese una persona viviendo al otro lado.

Una mañana al abrir la puerta me encontré a mi vecina, estaba de pie y mirando fijamente mi felpudo en el que se podía leer welcome. Ella no había llamado al timbre ni golpeado la puerta con sus nudillos. Simplemente abrí la puerta para salir de casa y allí estaba ella. No supe si llevaba un rato esperando o si iba a llamar justo en ese momento. Se limitó saludar con la cabeza y después dijo: ¿Te importa que pase? Como soy un hombre educado la dejé pasar aunque me resultaba raro que ella entrase en mi casa.

Mientras la acompañaba hasta el salón repasé mentalmente en qué situación estaba el baño. Por si acaso, le pedí que me disculpara unos segundos y adecenté un poco el aseo: retiré la toalla que estaba en el suelo, eliminé algunos pelos del lavabo y me cercioré de que no había nada que me pudiera avergonzar sobre la porcelana blanquísima del váter. Cuando regresé ella se había acomodado en el sofá. El salón no era muy grande así que tuve que sentarme a su lado. Mi piso es igual a este, dijo. Quiero decir, continuó, que la distribución es idéntica: la cocina, el baño, los dormitorios, hasta la decoración se parece. Todo me resulta familiar, reflexionó.

No supe muy bien qué decir porque no tenía muy claro que hacía ella sentada allí conmigo. Como no contesté se quedó callada y, para mi sorpresa, dejó caer su cabeza sobre el respaldo y cerró los ojos. Yo estaba tan desconcertado que solo acerté a observarla. Me di cuenta en ese momento de que estaba despeinada y vestida con un pijama de verano que me dejó ver su piel llena de pecas. Al cabo de unos minutos su respiración se hizo más leve y pausada y tuve la sensación de que se había quedado dormida. La ventana estaba abierta, entraba el aire fresco de la mañana y los pájaros cantaban en la calle. Un dulce sopor, poco a poco, me fue invadiendo y al cabo de un rato fui yo el que me quedé dormido.

No recuerdo si soñé algo pero sí que cuando desperté mi vecina, todavía recostada en el sofá, me estaba observando. Ninguno de los dos tenemos televisor y a los dos parece que nos gustan los libros, comentó. Eso facilitará las cosas, añadió. Acto seguido se levantó y comenzó a recorrer la casa. De alguna manera me sentí obligado a acompañarla. Entró en la cocina, comenzó a revisar los armarios y me pareció intuir algún gesto de desaprobación al revisar la nevera. Habrá, comentó, que hacer sitio para la verdura. En el baño yo agradecí la limpieza fugaz de la mañana y ella dejó caer que lo ideal sería tener una pequeña estufa de aire para los días de invierno.

Cuando llegó al dormitorio hizo un comentario sobre la necesidad de despejar tres de los seis cajones de la cómoda y liberar la mitad del armario empotrado. A continuación se tumbó en la cama, que le pareció muy confortable, y dijo: ¿Sabes?, anoche tuve una pesadilla terrible, soñé que vivía yo sola en el edificio.

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