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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Las leyes de los dioses, o ‹Por qué consumimos ficción›

Congreso de los diputados.

Jesús Ortiz

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Esta tarde al salir del trabajo, cuando iba usted a coger el Metro Tus, se ha encontrado casualmente con un amigo. Lo lleva en su coche y le ahorra 45 minutos de trayecto. Así que llega a casa con imprevista antelación y se encuentra a su cónyuge retozando en la cama con un vecino. ¿Qué hace usted? Tiene varias opciones.

Una, acercarse a la cocina a por el cebollero, regresar al dormitorio y ponerlo todo perdido de sangre.

Otra, musitar una excusa por irrumpir intempestivamente, volver por donde ha venido hasta la calle e ir al bar de Pepe, pedir una caña y el Marca, y empaparse de la última jornada de la liga que, mira por dónde, todavía no había tenido tiempo de estudiar en profundidad. Luego vuelve a casa y, si ha medido bien los tiempos, su cónyuge lo recibe feliz y relajado, y con la mesa puesta para la cena.

Seguramente hay más opciones, pero están comprendidas entre estas dos. Puede hacer lo que quiera, excepto una cosa: sentarse a estudiar con calma los pros y las contras de cada decisión. Debe elegir entre ambas opciones ya, cuando se encuentra la situación. Tiene que tener el equipamiento mental necesario para adoptar su decisión sobre la marcha porque algunas decisiones carecen de sentido en otro momento, y otras son irreversibles (en este caso, especialmente la del cebollero).

Pero ¿cómo adquirir con antelación el equipamiento mental conveniente para tomar decisiones así?

Una fuente es la legislación. La mayoría no somos abogados, pero conocemos muchos extremos legales. Lo que pasa es que, aunque la ley también prescribe (debes pagar impuestos…), tiende a prohibir, a explicitar lo que no puede hacerse (no puedes circular por el carril bus).

En la situación descrita, la ley prohíbe claramente que opte usted por el cebollero. Pero lo deja huérfano de instrucciones en positivo. Puede ir al bar de Pepe y pedir un escocés doble, habiendo cogido de la estantería de su casa previamente Así habló Zaratustra. Esta opción no es para todo el mundo: para el escocés doble se precisa de un espíritu notable; y para leer Así habló Zaratustra hace falta un hígado perfectamente conservado. Pero la ley no lo advierte, a ella le es indiferente esto o la caña y el Marca.

Así que, dadas las limitaciones de las leyes de los hombres, ¿dónde se puede completar el equipamiento mental, a dónde volverse en busca de indicaciones?

A la ficción. Leemos ficción para conocer las leyes de los dioses…, que en realidad representan lo que se espera de nosotros.

El dilema al que se enfrenta usted hoy es un caso particular de las diferencias entre las leyes de los hombres y las leyes de los dioses. No siempre se oponen frontalmente, pero la representación clásica ofrece un conflicto radical.

Antígona, la tragedia de Sófocles, es el ejemplo por excelencia. Le recuerdo sucintamente su argumento: el tirano prohíbe que se honre y sepulte el cadáver de Polinices, pero Antígona desafía la prohibición al cumplir con su deber de hermana del muerto, al que da tierra. Pagará su desobediencia con la vida. Lo que Sófocles dice es que las leyes de los dioses deben cumplirse aunque entren en contradicción con las de los hombres, al precio que sea.

Pero el tema no es exclusivo de la antigua Grecia, se repite continuamente en la literatura universal. Todavía 22 siglos después de Antígona, Calderón recrea el tema en El alcalde de Zalamea. Si alguien es capaz de recordar algo de su texto, con toda seguridad es lo siguiente: «Con mi hacienda; / pero con mi fama, no; / al Rey, la hacienda y la vida / se ha de dar; pero el honor / es patrimonio del alma, / y el alma sólo es de Dios». Son las palabras del alcalde que ha ejecutado a quien deshonró a su hija, un militar del rey, arriesgándose al castigo de este. Obsérvese la asimilación que el personaje hace de fama y honor, porque abona lo que estamos proponiendo aquí: que las leyes de los dioses, en Sófocles, o de Dios, en Calderón, equivalen en realidad a «lo que los demás esperan de nosotros».

La elección que va usted a tomar al encontrar a su pareja entendiéndose con el vecino viene en buena medida determinada por la clase de ficción que ha formado parte de su educación: Calderón puede empujarlo al cebollero, que hoy es una decisión desastrosa desde cualquier punto de vista. Por suerte, hay más ficción. Puede que su formación literaria incluya a D. H. Lawrence, o a la generación Beat. Mentalidades más actuales y clementes que le facilitarán cumplir con los deseos de los dioses en el bar de Pepe y sin derramamiento de sangre.

Seguimos leyendo, escribiendo, representando y mirando ficción para decirnos a nosotros mismos cómo debemos comportarnos. Por eso las grandes obras clásicas no son suficientes y las reescribimos, volviendo a trabajar los viejos temas. Porque la moral y las costumbres cambian, incluso más rápidamente que las leyes de los parlamentos.

Todas esas normas que regulan nuestro comportamiento y se suelen considerar no escritas, lo están en los libros de ficción, y representadas en nuestras pantallas. Leemos ficción y vemos películas porque queremos aprender a vivir, las partes duras de la vida, sin pagar el precio en dolor y esfuerzo necesario. Los creadores de ficción animan muñecos parecidos a nosotros y les hacen todas las perrerías imaginables, para que nosotros podamos contemplar «cómo sería» arrellanados en la butaca. Las novelas son en realidad libros de texto; y las producciones de Hollywood, documentales, pero de asignaturas no codificadas como tales. La ficción es nuestra universidad. Gracias a ella somos licenciados en derecho olímpico.

Hay personas que no leen novelas ni ven películas, cierto. Pero son pocas. Y todas ellas llaman por teléfono a su casa, avisando con antelación de su llegada.

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