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Autores para leer en la cuarentena: Becquer

La tumba de Bécquer recibe el tributo constante de los románticos anónimos

Gonzalo Bolland

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“El cambio de régimen político produce una evolución en las costumbres. La vida se hace aún más exterior, hierven los centros políticos, la multitud toma parte en las luchas y como no es posible la vida del foro, como en Roma, surge el café, afortunada sucursal de la plaza pública... Más tarde fue creciendo el anhelo de sociabilidad, de esa sociabilidad cómoda y barata que se realiza en estos establecimientos, y comenzaron a multiplicarse, y el espíritu de especulación se fijó en el negocio. Los veladores de mármol sustituyen a las mesas de pino; el gas, al aceite; las cortinillas de indiana dejan sitio a los grandes portieres; el lujo no se detiene y llega a la prodigalidad; se multiplican las luces, se agrandan hasta la exageración los espejos; el oro, casi en profusión lastimosa, chispea por todas partes; unos, tratando de sobrepujar a los otros, llegan al límite extremo, porque no cabe ya más en esa senda de riqueza sobrecargada y de dudoso gusto”.

Los cafés del siglo XIX descritos por el periodista Gustavo Adolfo Bécquer. En este país hemos estudiado mal a este hombre. Lo hemos arrinconado en el sentimentalismo, mitad cursi, mitad envuelto en terciopelos, suspiros, pianos y lánguidas caídas de ojos, cuando, en realidad, es nuestro maldito; nuestro personaje literario más complejo, el que ha logrado atravesar los siglos, junto con Quevedo, Cervantes y Antonio Machado, sin estropearse demasiado. Periodista de prestigio, borracho, putañero, oscilando siempre entre el espíritu y la materia, entre la bohemia y el conservadurismo político, solitario bebedor del vino negro de las tabernas, cronista en el Congreso, visitante habitual de los sórdidos y numerosos prostíbulos que, entonces, había en Madrid, Bécquer - un hombre desgraciado, según su amigo Narciso Campillo, debido a su carácter melancólico, altivo y descuidadísimo hasta en el aseo personal - fue saqueado por el régimen franquista hasta convertirlo en un mea pilas, en un blandengue, en un monaguillo que ni siquiera se atrevía a robar las hostias no consagradas en la sacristía y que pasaba el tiempo tocando el arpa, suspirando nostalgias o lloriqueando en los jardines y en los soportales que rodeaban alguna Catedral Imperial porque las mujeres que deseaba se le iban con notarios, procuradores, ingenieros pomposos o delincuentes bien protegidos por sus amplias fortunas y sus numerosos lacayos.

Bécquer nunca fue ese sino el formidable narrador de las Leyendas o el hermano juerguista y derrochador que acompañaba a su hermano Valeriano, el extraordinario pintor, a Toledo. El ángel de la verdadera poesía que decía Antonio Machado tiene una biografía breve, pero mucho más intensa e interesante que la de cualquier de los escritores de nuestra mediocre y tecnológica época; tanto los anglo aburridos como los castizos, los horteras, los herederos de Corín Tellado o los que han estado en el frente... Tendríamos que volver a Gustavo Adolfo Bécquer más a menudo, ya que con leer tan solo la Rima V uno puede atisbar, de lejos, la grandeza multisecular de este hombre. A eso tan misterioso, referido en la mencionada rima, o a olvidarnos de nosotros mismos podemos consagrar el tiempo que nos queda de vida. No parece que haya muchas otras opciones.

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