Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.

Autores para leer en la cuarentena: Julio Camba

Julio Camba, periodista (1882, 1962).

Gonzalo Bolland

0

Los chinos auténticos, no los de ahora, sino los de hace muchísimos años decían que nada tan saludable como no tomarse la vida demasiado en serio, sobre todo, una vez que nos abandona la juventud; hecho, por cierto, que sucede no solo con una extraordinaria facilidad sino tan rápidamente que un día cualquiera los espejos, de pronto, en vez de devolverte la imagen que siempre habías tenido de ti mismo te devuelven la imagen de tu padre o de tu madre; dependiendo esto del género con el que hayas sido bendecido. En este tránsito, tan certeramente inmortalizado por Rubén Darío, el periodista gallego Julio Camba, nacido en Vilanova de Arousa, provincia de Pontevedra, el 16 de diciembre de 1884, pasó de ser un joven anarquista expulsado por sus ideas revolucionarias de Argentina, donde había viajado de polizón a una edad casi, casi infantil, a convertirse en un señor respetable; un burgués bien comido, bien trajeado y bien bebido de quien el torero Domingo Ortega, hablando un día de aquellos intelectuales de su tiempo que había conocido personalmente, de Ortega y Gasset, de Marañón, de Pérez de Ayala, del pintor Solana, de Vázquez Díaz, etcétera, etcétera, dijo: “De todos ellos, el más extraordinario era Julio Camba. ¡Qué tío! Ese era un pajarraco muy raro, pero, tratado, te caía muy bien. No le gustaban nada los toros, los odiaba, pero éramos muy amigos. A veces venía a almorzar a casa y se cabreaba si venía más gente, sobre todo, si había señoras, porque entonces no le servían a él primero. Tenías que echarle bien de comer y servirle enseguida; de lo contrario, cogía unos cabreos espantosos”.

En aquellos años de fotografías en blanco y negro, los corresponsales de prensa tenían una función específica que, además de entretenida, estaba, por lo general, bastante bien pagada: describir los acontecimientos políticos además de la vida cotidiana de los habitantes y de los países que visitaban. Julio Camba fue un magnífico corresponsal de prensa en un tiempo en el que en este país había casi tantos corresponsales de prensa como sargentos chusqueros, mancos, limpiabotas, monjas andariegas, párrocos de aldea con el trabuco oculto bajo la sotana o malos banderilleros, pero hubiese sido un diplomático extraordinario ya que, según cuentan las malas lenguas, jugaba mucho y muy bien al póquer, disfrutaba abiertamente de los placeres culinarios, hacía creer a sus contertulios que escuchaba atentamente las estupideces que le contaban y tenía una decidida vocación de residente de hotel lujoso.

Tras destacar en su juventud como un articulista radical, furioso, muy influido por las doctrinas anarquistas del momento, pasó a convertirse en un escritor refinado muy al estilo británico de la época; o sea, conservador, irónico, malicioso, de una profundidad superficial, cutánea, que se demoraba más en la descripción de las hojas caídas de los árboles otoñales que en las grandes gesticulaciones de las pasiones humanas y, siempre, mucho más propenso a la burla que a la sentencia filosófica. Los gallegos en general, pero sobre todo los escritores gallegos, cuando no acaban de dependientes de una ferretería en alguna ciudad sudamericana, siempre han tendido mucho hacia la fascinación británica, el tedio lluvioso, el periódico doblado por la página del crucigrama nunca resuelto y el gin tonic con muletilla sarcástica.

El localismo, tan pernicioso como dolorosamente extendido en nuestro país, lo combatió Camba recorriendo las calles de Estambul, Munich, París, Londres y Nueva York para contarlo en los diarios más importantes de este país y al llegar la República, este escritor de periódicos, autor de libros como 'La rana viajera', 'Aventuras de una peseta', 'La ciudad automática' o 'Mis mejores páginas', antología preparada por él mismo en los años cincuenta, pensó que sería nombrado embajador o ministro plenipotenciario en algún remoto y disparatado país bananero. No fue así y esa frustración lo indignó de tal manera que desde el primer momento usó todo su sarcasmo, mala leche e ironía contra el nuevo régimen.

Durante la Guerra Civil publica sus crónicas en el diario ABC de Sevilla, mostrando una abierta simpatía por el bando franquista y una vez concluida la matanza con la que los españoles solemos obsequiarnos una o dos veces por siglo, habiendo sido negro, como otros muchos periodistas, de uno de los mayores delincuentes que ha habido en la historia de España - mérito harto difícil de obtener -, el plutócrata mallorquín Juan March, sepulturero de la segunda república, obtiene de este, en recompensa por sus servicios, el pago hasta el fin de sus días de una habitación en el hotel Palace de Madrid; no una suite, ciertamente, sino un cuchitril en el último piso, junto al cuarto de la plancha.

Con Franco ya instalado bajo palio en el Palacio del Pardo, Camba continuó colaborando en diversos periódicos, el ABC y la Vanguardia sobre todo, escribiendo artículos desde el punto de vista de quien ya sabe que lo que realmente importa es lo que se come, lo que se escucha en la calle, lo que se comenta en los bares, el horario de los trenes, las lapidarias sentencias de los taxistas, los árboles que crecen en los parque municipales, el precio de la merluza en el mercado de abastos y las tonterías que dicen las personas cuando ya se han bebido el tercer whisky del día. “El español es poco amigo de pensar, pero si se toma la molestia de pensar no hay otro pensamiento que el suyo”. Camba había llegado al pleno convencimiento que las naciones no las conforman ni las razas ni los idiomas ni las religiones y mucho menos sus instituciones, sino los camareros de los cafés, las dependientas de las mercerías, los sacristanes, las verduleras, los conductores de autobús, los abogados gandules y las beatas que se arrodillan todos los días en las iglesias ante un Cristo crucificado. Todos estos ciudadanos anónimos, nutridos de potajes y homilías, tan ignorados como desorientados, dicen más de un país, lo representan mejor, que todos los discursos de los políticos, los generales, los obispos, los académicos de la lengua y los periodistas que se tienen por profetas, consejeros áulicos, interpretes de los designios de la historia o salvaguardias de las esencias patrias siendo tan solo unos miserables comisarios políticos.

Escribir los artículos periodísticos desde esta perspectiva, ni muy en serio ni muy en broma, sino desde la distancia escéptica de quien ya sabe que en esta vida nada permanece más allá de lo que dura una carcajada, fue la máxima vital de Julio Camba; escritor de periódicos fallecido en Madrid en la tarde del 28 de febrero de 1962 y autor del, tal vez, mejor libro de gastronomía que se ha escrito en nuestra lengua: “La casa de Lúculo o el arte de comer”...

Etiquetas
stats