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Luces y sombras para la cultura en 2014 (I)

Patricia Burgo Muñoz

Euskadi ha vivido en 2014 un año cultural lleno de altibajos. El consumo, estancado desde que la crisis se enredó allá por el año 2007, no ha despegado excepto en alguno casos. Y el principal proyecto cultural que el País Vasco tiene entre sus manos desde la construcción del edificio del Guggenheim, la Capitalidad Cultural Europea de 2016 en Donostia, va regular. No regular como sinónimo de constante. Regular de que no va bien.

Lo de incentivar el consumo ha ido por territorios. Solo Bizkaia, gobernada por el PNV, ha sido capaz de mantener el bono cultura que impulsó el Gobierno de Patxi López y que fue denostado hasta la saciedad por los jeltzales. Al recuperar las llaves de Ajuria Enea, lo eliminaron de un plumazo de sus objetivos y lo reforzaron en la única provincia en la que gobiernan. Así, mientras guipuzcoanos y alaveses se han quedado sin impulso al consumo cultural, en Bizkaia lo que antes era malo es ahora ejemplo de gestión. Cultura para unos e incultura para otros.

Y sin consumo, no hay gasto. Si no se gasta en cultura, no hay ingresos. Y sin ingresos, el sector languidece. Una prueba es que el 80% de los actores y actrices vascas están en el paro. Aunque de nada sirve lamentarse, y los representantes del sector han puesto en marcha el primer convenio para dignificar la profesión. Con el respaldo del Sindicato de Actores Vascos (EAB) y Eskena, el acuerdo pretende “propiciar la continuidad de un sector cada vez más frágil y que realiza una labor imprescindible para la sociedad”, señalan los firmantes.

También los diferentes agentes culturales se han unido, por primera vez, en varias jornadas de trabajo para hacer frente a la crisis y buscar medidas urgentes para salvar la cultura con retos y acciones concretas que presentarán a las administraciones públicas vascas.

Mientras tanto, en Donostia, la cultura es capital. Pero capital del desaguisado. La organización de la Capitalidad Cultural Europea de 2016 es un esperpento tal que pocas personas ya saben quién lo coordina, cuál es el plan e incluso si se podrá salvar algo de lo que un día fue un proyecto clave para la ciudad, el territorio y la comunidad. Casi nada lo hecho y casi todo lo desandado.

La vecina Bilbao también ha anclado su gran proyecto al suelo de la villa. Las instituciones vascas han renovado el multimillonario contrato con la Fundación Guggenheim y el edificio de titanio seguirá brillando por fuera y por dentro durante 20 años más. Por medio, un documento opaco en el que los millones que se aportan no terminan de entenderse ni explicarse, y tampoco desvela si el Guggenheim será por fin un museo o un edificio para colgar cuadros (excepto para artistas locales).

En Vitoria, por su parte, se hizo la tortilla de patata más grande del mundo. Pero al final no era tortilla, ni grande, ni patata, ni es cultura. Pero aún así, es lo más parecido que se ha logrado desde las instituciones alavesas. Las cosas del arte no dan grandes titulares ni se pueden contar en un ‘tuit’.

Pero no toda la cultura, ¡ni mucho menos!, nace en o desde la instituciones. 2014 ha sido un año clave para afianzar apuestas como Pabellon 6 en Zorrozaurre (Bilbao), de la mano del actor Ramón Barea, convencido de que “en teatro hay que recuperar la iniciativa privada y que la administración no ejerza de empresaria poderosa”. Un ejemplo que han seguido dos jovenes hermanos de Vitoria que acaban de celebrar el primer aniversario de su aventura: la Sala Baratza, un espacio que acoge diferentes disciplinas artísticas con una propuesta heterogénea. Culturas vascas que se gestan a pie de calle y sin alfombra y que demuestran que hay semillas. Si se regasen bien el resultado sería otro, pero esa es otra discusión.

Continuará en Luces y sombras para la cultura (II)

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