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París, Bamako, Túnez, ETA, tan cerca y lejos a la vez

El presidente francés, sentado en primer término en el homenaje de esta semana a las víctimas del atentado de París.

Aitor Guenaga

Al escuchar el viernes pasado los nombres de las 130 víctimas del atentado yihadista en París me detuve por un momento en los apellidos de los tres españoles asesinados por los comandos enviados por el Estado Islámico (Daesh) para castigar a los “cruzados infieles”. Con ese inconfundible acento francés, los altavoces situados en la explanada de Los Inválidos recordaron a los presentes los nombres de los asesinados de origen español: Jorge Alonso de Celada, Juan Alberto González Garrido y Michelli Gil Jaimez.

Mientras sonaba el tema de Jacques Brel Quand on a que l'amour (Cuando solo se tiene el amor), interpretado por Camélia Jordana, Yael Naim y Nolwenn Leroy, se iban mostrando las fotos de los rostros de las víctimas en una pantalla situada entre el coro y los familiares. Un total de 17 nacionalidades diferentes. El rostro casi desencajado del presidente francés François Hollande y de su primer ministro Valls era más que un poema: parecía más la desolación en estado puro. Y fue en ese momento cuando me vino a la cabeza una pregunta: ¿Y si entre los nombres de las víctimas hubiéramos escuchado algún apellido vasco?

El terrorismo de corte yihadista ha convertido su estrafalaria idea del Califato en un remedo de aquel imperio donde no se ponía el sol: un objetivo a escala global. A golpe de bomba, ráfaga de kalashnikov y chaleco cargado de explosivos, los seguidores del autoproclamado califa del Estado terrorista construido en Siria e Irak, Abu Bakr al-Baghdadi, no preguntan antes de matar o de morir matando si la víctima es de origen judío, vasco, está a favor de la guerra en Siria o forma parte de los que repiten el eslogan “No en mi nombre” para rechazar la escalada en un conflicto armado que lleva más de cuatro años vivo y ha producido más de 300.000 muertos y millones de desplazados. ¿Y si entre los nombres de las víctimas hubiéramos escuchado algún apellido vasco? ¿Los partidos vascos habrían tardado días y días antes de ser capaces de consensuar en el Parlamento vasco una escueta declaración de condena?

ETA y su estela de décadas de terror sigue más presente de lo que la ciudadanía piensa, pese a que el sentir generalizado en la sociedad vasca es que se ha pasado página definitivamente y que la batalla del relato de lo que pasó y las responsabilidades de cada cual en el daño causado no son una prioridad colectiva. Y sigue presente porque solo eso explica lo sucedido en la Cámara vasca, incapaz de consensuar en el minuto cero una declaración que aunara el horror del atentado de París con la pesada losa que ha dejado el terrorismo etarra en la sociedad vasca. Se puede releer el texto propuesto por los socialistas -que PNV y EH Bildu se negaron a suscribir- y cabe volverse a preguntar: ¿Y si entre los nombres de las víctimas hubiéramos escuchado algún apellido vasco? ¿Habría tenido un pase político tardar diez días en consensuar una condena al horror yihadista?

“El Parlamento vasco, haciéndose eco del sentimiento de la sociedad de Euskadi, quiere trasladar su solidaridad fraternal a la ciudadanía francesa, objetivo directo de la barbarie terrorista desatada el pasado fin de semana en París.

Por haber sufrido durante muchos años los efectos criminales del fanatismo, el País Vasco siente de forma especial la agresión perpetrada en la capital de Francia contra la convivencia y la tolerancia.

Es por ello que este Parlamento, en representación de la sociedad vasca, reafirma su rechazo a toda forma de violencia e intolerancia, así como su compromiso con los valores cívicos que sitúan la vida y la libertad de las personas por encima de cualquier credo o causa. Así mismo, considera que la brutalidad de unos pocos no debe cerrar a las puertas de la acogida a quienes escapan de ella y manifiesta su compromiso para hacer de Europa y del resto del mundo un espacio abierto de diálogo, respeto y cooperación entre diferentes“.

Después de París llegó el atentado en el hotel Radisson Blu de Bamako, capital de Mali, y más tarde el terrorismo yihadista volvió a golpear -por tercera vez en lo que va de año- Túnez, el único país en el que la 'Primavera árabe' ha logrado dejar la semilla de una imperfecta democracia -como lo son todas- frente a la retahíla de Estados fallidos o directamente terroristas como el Estado Islámico.

Hubo fumata blanca, claro, pero diez días después. A costa de que nuestros representantes políticos se olvidaran de ETA y “los efectos criminales del fanatismo”. En la declaración de consenso, todos los partidos se limitaron a constatar que la violencia, “proceda de donde proceda, siempre resulta injustificable”, al tiempo que denunciaban que “ante este tipo de actos, solo cabe reafirmar nuestra apuesta por la defensa de todos los derechos humanos sin excepción y nuestro compromiso con la libertad”.

Hubo una vez un dirigente en Euskadi de un partido político ya desaparecido que defendió la necesidad de acostumbrarse a hacer política “como si ETA no existiera”. La realidad, tozuda ella, le demostró a golpe de 9 milímetros parabellum y amonal, de la imposibilidad de tal gesta. Pero cuatro años después de que los etarras decidieran bajar la persiana casi definitivamente su sombra sigue siendo alargada y se muestra en los lugares más insospechados, quebrando la unidad de los partidos frente a lo obvio: en una declaración contra las nuevas formas de terrorismo, tan lejos del que desarrolló ETA durante décadas y, sin embargo, con la misma capacidad para mostrar las quiebras de los partidos democráticos. Y la incapacidad de otros por admitir su error político y moral de apoyar y jalear el terrorismo autóctono.

Visto el nuevo episodio de desencuentro, parece que claro queda mucha batalla por el relato que dar para afianzar la convivencia en Euskadi.

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