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La memoria enterrada

Exhuman en Álava doce cuerpos de la Guerra Civil

Patricia Burgo Muñoz

Durante aproximadamente un mes, en diciembre de 1936, el pueblo alavés de Villarreal, hoy Legutiano, sufrió una de las batallas más cruentas de la Guerra Civil española. En la contienda hubo más de 1.600 muertos y desaparecidos y 5.500 heridos entre ambos bandos. Una batalla que ha permanecido olvidada y que volvió a ocupar páginas y portadas hace dos años, cuando se cumplió el 75 aniversario.

Hoy vuelve a ser noticia después de que hace un mes se descubriera en Zigoitia (Álava), a unos 10 kilómetros del frente de la batalla, la mayor fosa común de la Guerra Civil que ha aparecido en Euskadi hasta ahora. Los trabajos de la Sociedad de Ciencias Aranzadi han permitido la exhumación de doce cuerpos de soldados que pertenecían al batallón comunista y que murieron en el frente. Se trataba de hombres jóvenes, de unos veinte años, pero dicen los expertos que su identificación será prácticamente imposible al no ser vecinos de la comarca: “No eran civiles, gente de la zona, y aunque tenemos listados de milicianos caídos aquí será complicado contactar con sus familiares”, señalan los investigadores.

Este descubrimiento ha servido al menos para que los habitantes de Etxaguen, el pequeño pueblo donde está la fosa, se liberen. Muchos sabían que en su localidad había un enterramiento colectivo, y aunque la mayoría de los cuerpos no podrán ser exhumados por la ampliación de la carretera hace unos años, certificar que la fosa existe y que la tenían allí mismo, junto a la iglesia, les va a permitir honrar la memoria de los fallecidos durante la Guerra Civil y no dejarlos en el olvido.

Etxaguen, a 15 kilómetros al norte de Vitoria, fue solo uno de los pequeños pueblos de la zona que durante aquel mes de diciembre de 1936 sufrió el movimiento de tropas y los bombardeos que alcanzaron también a localidades como Elosu, Cestafe o Gopegui. La Batalla de Villarreal fue la única ofensiva del Cuerpo del Ejército Vasco, bajo los mandos de Gobierno vasco de la época liderado por el lehendakari José Antonio Agirre. Se aliaron con fuerzas republicanas de Santander (Cantabria) y Asturias con el objetivo de conquistar Vitoria, bajo el mando del bando nacional, y llegar al nudo ferroviario de Miranda de Ebro.

15.000 soldados se prepararon para atacar su objetivo desde tres frentes: el primero partiría de Amurrio para llegar a Murguía, el segundo pretendía llegar hasta Legutiano por el oeste saliendo de Otxandiano, y el tercero tendría que tomar Arlaban e Izusquiza para cercar Legutiano por el este.

El Gobierno vasco anuló el primer ataque y las tropas se encallaron en la localidad que da nombre a la batalla, allí poco más de 600 hombres se enfrentaban a 5.000. Resistieron en condiciones durísimas, sin apenas alimentos, munición y sin poder evacuar a los heridos. Aún así, el ejército republicano no se rindió, a pesar de tener autorización para ello, y continuó con los ataques contra la villa hasta el 18 de diciembre. A partir de ese día las tropas sublevadas comenzaron a ganar terreno y acabaron definitivamente con la ofensiva el 23 de diciembre.

El Cuerpo del Ejército Vasco registró entre los suyos un millar de muertos y 3.500 heridos. Doce de esos cuerpos recibirán sepultura 77 años después de la batalla, y serán enterrados en el cementerio de Etxaguen, apenas a 100 metros de donde han permanecido abandonados todo este tiempo.

La represión en Álava

La aparición de la mayor fosa común de la Guerra Civil en Euskadi ha vuelto a poner de actualidad una batalla en la que ambos bandos sufrieron numerosas bajas. Pero una cosa es el frente y otra es la que sucede en la zona ocupada. Lo peor de la maquinaria franquista llegó a Álava lejos de la contienda bélica.

La represión, que durante muchos años se ha intentado ocultar en un territorio que ha sido injustamente considerado fiel a la sublevación golpista, afectó a un gran números de personas. Estudios recientes, nacidos muchos de ellos al calor de la poco desarrollada Ley de Memoria Histórica, señalan que al menos 5.000 personas fueron represaliadas y cerca de 300 asesinadas en fusilamientos llevados a cabo por el bando nacional.

Todo empezó tras el Golpe de Estado. Tan solo 13 días después, el 31 de julio de 1936, el general insurrecto Mola aseguró en Radio Burgos: “Yo podría aprovechar nuestras circunstancias favorables para ofrecer una transacción a los enemigos, pero no quiero. Quiero derrotarlos para imponerles mi voluntad. Y para aniquilarlos”.

No tardó mucho, y uno de sus primeros objetivos fue la Gestora provincial, actual Diputación de Álava. Su presidente, Teodoro Olarte, de Izquierda Republicana, fue cruelmente asesinado el 17 de septiembre de ese mismo año. De los quince miembros que pertenecían a su Gabinete y que habían sido elegidos apenas tres meses antes, nueve fueron fusilados, cuatro sufrieron largas penas de cárcel, multas y embargos, y dos lograron huir.

Otros políticos asesinados fueron: los republicanos Serviliano Etchaberry y Manuel Azcona; los socialistas Primitivo Herrero, Francisco Díaz de Arcaya, Guillermo López, Casto Guzmán y Antonio Díaz, y el nacionalista de ANV José Plácer.

Pero no solo los políticos considerados enemigos fueron perseguidos por el mando impuesto. Médicos o maestros, entre otros ciudadanos alaveses, completan la lista negra de fusilados que según las investigaciones oscilan entre 300 y 350.

Los primeros asesinados en Álava de los que se tiene constancia son Esteban Elguezábal, José Kortabarria y Primitivo Estavillo. Tras ser capturados en la zona del Gorbea, fueron fusilados en el muro del cementerio de Santa Isabel de Vitoria ante los ojos de algunos miembros de aristocracia alavesa. Para que sirviera de ejemplo, las autoridades falangistas dejaron los cuerpos tirados junto al muro. José Luis Abaitua, un médico afín al PNV, reclamó los cuerpos para enterrarlos en su panteón familiar. Fue detenido y fusilado en Azáceta el 1 de abril de 1937 junto al alcalde republicano de Vitoria Teodoro González de Zárate y otros 14 hombres. Sus cuerpos no fueron exhumados hasta años después, los últimos en 1978.

Los milicianos muertos en la Batalla de Villarreal y enterrados en una fosa común han esperado 77 años. Puede que no recuperen su nombre pero han conseguido despertar la memoria de un tiempo duro que dio paso a la peor época de la historia reciente de este país.

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