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Las crisis económicas en el cine. Una mirada cada vez más oscura

Fotograma de 'Las uvas de la ira'.

Juan Miguel Sans

El cine es una manifestación artística que siempre ha estado muy apegada a la actualidad. No es de extrañar que, cuando todo el entramado económico se derrumba, los cineastas traten de indagar en las profundidades de la crisis, sus causas y consecuencias. Así pasó con la crisis del 29, con la crisis del petróleo de los años setenta y ochenta y así está pasando ahora con la crisis financiera desencadenada tras la caída de Lehman Brothers. Sin embargo, la mirada y las respuestas que los cineastas han dado a cada una de estas crisis -formal y argumentalmente- han sido muy distintas.

La crisis del 29 y los cineastas clásicos

Los cineastas de los años treinta reaccionaron pronto y decidieron dar testimonio de lo que estaban viendo a su alrededor. Son muchas las secuencias e imágenes del cine de aquella época que se han quedado grabadas en la memoria colectiva de varias generaciones. Por ejemplo, la secuencia final de El pan nuestro de cada día (King Vidor, 1934), donde el esfuerzo colectivo de toda una comunidad consigue construir una zanja para que el agua llegue a los secos maizales. Una secuencia inspirada en el mejor cine soviético de Eisenstein y que explotaba todas las posibilidades expresivas del montaje, la composición del plano y el sonido. Nos siguen asombrando la originalidad y creatividad de las secuencias en la fordiana (de Henry Ford) cadena de producción de Tiempos modernos (Charles Chaplin, 1936). Seguimos emocionándonos con la última media hora de Dejad paso al mañana (Leo McCarey, 1937), donde una pareja de ancianos incapaces de hacer frente a la hipoteca de su casa y de convivir con sus hijos, se despiden sabiendo que nunca más volverán a encontrarse. La eficacia de ese momento de Los viajes de Sullivan (Preston Sturges, 1941), donde los presos de un penal, abatidos y encadenados no pueden dejar de reír ante una película de Mickey Mouse, muestra lo mejor de la capacidad del cine clásico para resumir una idea en una imagen. Las uvas de la ira (John Ford, 1940), basada en la novela de John Steinbeck del mismo título, sigue siendo la cinta de referencia sobre la Gran Depresión. Como señala Schlomo Sand (El siglo XX en la pantalla), el contraste entre la novela radical de Steinbeck y la mirada conservadora de Ford hacen de la huida de los Oakies (ciudadanos de Oklahoma) al paraíso perdido de California un film excepcional y de una rara (e incómoda) profundidad.

George Bailey (James Stewart), con evidentes intenciones de suicidarse tirándose desde un puente en la noche de Navidad, incapaz de asumir lo que cree la ruina de su vida en ¡Que bello es vivir! (Frank Capra, 1946) y la sórdida historia de amor entre Frank Chambers (John Garfield) y Cora (Lana Turner) en El cartero siempre llama dos veces (Tay Garnett, 1946) cierran esta época clásica. Sin olvidar que otros insignes directores como William Wellman, Mervyn LeRoy, Gregory La Cava o Frank Borzage, aportaron obras más que notables, por desgracia hoy prácticamente olvidadas, a todas estas películas relacionadas con la crisis de los años treinta.

Estas obras tienen elementos en común. En primer lugar, una enorme vitalidad, propia de un arte todavía joven, así como la voluntad de no eludir los problemas de la sociedad norteamericana. En segundo lugar, desde un punto de vista argumental, su posicionamiento junto a los desesperados y los que sufren las consecuencias de la crisis. También un mensaje final esperanzador. La creencia en que, bien por la acciones solidarias o colectivas, o bien por la simple generosidad humana, aún quedan posibilidades de salvación. Artistas que, independientemente de su ideología -muy diversa- tenían fe en el futuro. Por último, desde una vertiente formal, también pueden encontrarse elementos comunes. Todos ellos propios del cine clásico. Soluciones visuales creativas (uso del fuera de campo, elipsis, flash- back, enlaces de secuencias muy variados como encadenados, cortinillas, ojos de pez, etc.), la utilización del sonido como elemento dramático, una puesta en escena invisible donde el espectador no percibe la presencia de la cámara, cumplimiento de las reglas de la gramática cinematográfica, una manera de contar historias donde cualquier detalle tiene su justificación, un gusto muy especial por una iluminación expresionista. Las películas acababan, como señala Jordi Balló (Imágenes del silencio, Editorial Anagrama), con un The End. En definitiva, un estilo aparentemente sencillo donde al espectador se le suministraban las claves para que comprendiera lo que se le estaba contando.

No podemos encontrar en Europa, ni en España, nada parecido al cine de la Gran Depresión norteamericano. El cine francés, con una industria relativamente desarrollada, con directores de indudable talento (Jean Renoir, René Clair, Marcel Carné, Julien Duvivier), estaban en otros asuntos, aunque siempre con historias muy sensibles y cercanas al mundo de los perdedores. Pueden citarse, como una excepción, los films de Renoir, La vida es nuestra (1936) y El crimen de Monsieur Lange (1936). Los cines alemán y austríaco estaban ya en franca desbandada. Solo quizás un film - Rayo de sol (1933) – de un rara avis de nacionalidad húngara, como Paul Fejos, puede encuadrarse en este tipo de cine.

En el caso español, crisis política y económica se dan de la mano. Los historiadores económicos aún discuten sobre las implicaciones que tuvieron en la economía española la implantación de la tarifa Hawley Smoot en Estados Unidos (1930) y la devaluación de la libra esterlina en 1931, así como las respuestas proteccionistas que se produjeron en gran parte de las economías desarrolladas, que a fin de cuentas eran los principales mercados de nuestros productos agrícolas. Sin embargo, una industria cinematográfica incipiente, más preocupada por las adaptaciones de sainetes y zarzuelas, con Florian Rey, Benito Perojo y la productora (Filmófono) de Luis Buñuel como máximos estandartes, poco pudo aportar a esta situación, salvo la excepción de Las Hurdes, tierra sin pan (Luis Buñuel, 1933), que más que un film sobre la crisis es una reflexión sobre la pobreza secular de una comarca olvidada de nuestro país.

Después de este periodo clásico, han sido muchas las películas cuya historia se desarrollaba en el marco de la Gran Depresión. En esta categoría pueden encuadrarse algunos films emblemáticos como Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967), La rosa púrpura del Cairo (Woody Allen, 1985) y O Brother ! (Joel Coen, 2000). La mayoría de estas cintas, independientemente de otros valores cinematográficos, carecen de la contundencia de los clásicos. Se ven lastradas por el uso del color (ocres, marrones, etc.) y de una estética retro y aterciopelada que actúan como filtros amortiguadores de la crudeza de sus historias. Se salvan de esta consideración cintas como Danzad, danzad, malditos (Sydney Pollack, 1969) y Luna de papel (Peter Bogdanovich, 1973). No por casualidad rodadas en blanco y negro. Quizás también, y perdónenme una arbitrariedad tan personal, la caliente presencia de Jack Nicholson y Jessica Lange, más el excelente guion de David Mamet, que justifican - por una vez- el remake de El cartero siempre llama dos veces (Bob Rafelson, 1981).

La crisis del petróleo

Los artículos de urgencia de los medios de comunicación sobre la depresión actual suelen olvidarse de la crisis económica originada por las subidas de los precios del petróleo de 1973 y 1979. Tuvieron, sin embargo, un profundo impacto. Pusieron en tela de juicio 40 años de política keynesiana y alumbraron una nueva era neoliberal con Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Desde la perspectiva cinematográfica, quizás la película más emblemática de aquella época fuera Wall Street (Oliver Stone, 1987) y, en menor medida, el gatillazo artístico (y de taquilla) de La hoguera de las vanidades (1990), del generalmente brillante Brian de Palma. Nos olvidamos de que el impacto de aquella crisis fue largo, con tasas de paro muy elevadas durante muchos años. Por eso podríamos encuadrar en este contexto dos films algo tardíos, pero que ya dejaban entrever una visión más amarga y pesimista de la realidad económica: The Full Monty (Peter Cattaneo, 1997) y Los lunes al sol (Fernando León de Aranoa, 2002).

Cine contemporáneo y el crack de 2008

crackLa crisis financiera e inmobiliaria de 2008 ha sido el origen de una pléyade de películas. Margin Call (J.C. Chandor, 2011), titulada en España como El precio de la codicia, con un elenco estelar de actores - Kevin Spacey, Paul Bettany, Jeremy Irons, Demi Moore-, una trama sobre las horas previas a la caída de un banco de inversión que podría ser Lehman Brothers, y un final desolador. J.C. Chandor tenía información de primera mano. Su padre fue directivo de Merrill Lynch durante más de cuarenta años. El lobo de Wall Street (Martin Scorsese, 2013), que empieza como una comedia delirante - largo cameo de Matthew McConaughey incluido- y acaba como un drama con todas las de la ley: Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio) impartiendo con evidente desgana conferencias que nadie entiende y el detective del FBI, en el vagón del metro, preguntándose si realmente no hubiera sido mejor aceptar el soborno que le propuso el personaje interpretado por DiCaprio. Money Monster (Jodie Foster, 2016), un original punto de partida que se va desinflando poco a poco. Una frustrante segunda parte de Wall Street 2, el dinero nunca duerme (Oliver Stone, 2010), donde Gordon Gekko (Michael Douglas) sigue sin embargo dejando réplicas memorables: “Alguien me recordó la otra noche que una vez dije que la codicia es buena. Ahora parece que es legal.” Son solo unos ejemplos. Hay muchísimos más: Arrástrame al infierno (Sam Reimi, 2009), The company men (John Wells, 2010), Malas noticias (Too big to fail de Curtís Hanson, 2011), La gran apuesta (Adam McKay, 2015), El fraude (Nicholas Jarecki, 2012), El capital (Costa Gravas, 2012), La gran apuesta (Adam Mckay, 2015).

En otro registro muy distinto y con propuestas más arriesgadas – un mensaje desolador en un envoltorio formal convencional- nos topamos con Up in The Air (Jason Reitman), Blue Jasmine (Woody Allen) y Mátalos suavemente (Andrew Dominik, 2012). La mirada asombrada - en la última secuencia de Up in the air- de Ryan Bingham (George Clooney) preguntándose ¿todo este esfuerzo para esto?, Jasmine (Cate Blanchett) en el film de Allen – también en la última secuencia- enfrentándose al abismo de un destino en soledad o el mensaje final de la película de Dominik, América no es un país, es un jodido negocio y cualquier medio vale para sobrevivir, son discursos todos ellos nada complacientes. En este bloque de películas podemos incluir Comanchería (David Mackenzie, 2016), un duelo en pleno siglo XXI entre un ranger y un ladrón de bancos, donde queda claro que éstos son los auténticos ladrones. El western puesto al día.

La mayoría de estas películas siguen un patrón común, pero muy diferente de las cintas de la Gran Depresión. Argumentalmente se centran en las causas de la crisis. Sus personajes son banqueros o financieros. Rara vez perdedores, y si lo fueran, provendrían de este mismo mundo. En su trama no hay razones para la esperanza. Los poderosos saldrán indemnes de la gran estafa. Volverán inexorablemente a producirse crisis semejantes y volverá a haber personas que se enriquecerán gracias a la codicia humana. No hay motivos para la ingenuidad. Todo es manipulación, todo está amañado y nadie es responsable. Formalmente pertenece a lo que el crítico Carlos J. Heredero, director de la revista de cine Caimán, denomina cine postmoderno. Caos y desorden narrativo. Múltiples puntos de vista. Montaje frenético. Cámara omnipresente. Mezcla de géneros y frágil frontera entre ficción y realidad (Capitalismo: Una historia de amor, Michael Moore, 2009). El mundo interior (oficinas de bancos, salas de reuniones…) sustituye al mundo exterior (carreteras, campos…). Finales abiertos. No hay un The End. El espectador ya no dispone de todas las claves.

El gran Gatsby (Baz Luhrmann, 2013) podía haber ejercido de eslabón perdido entre ambas épocas, pero por desgracia se queda solo en una oportunidad perdida, haciendo gala de los peores manierismos de este cine postmoderno. Este papel de enganche con el cine clásico lo recoge el cine europeo más comprometido de Aki Kaurismäki (Le Havre, El otro lado de la esperanza), los hermanos Dardenne o Ken Loach.

Mientras tanto, el cine español -con una industria todavía raquítica- ha mostrado buenas intenciones y desigual resultado de taquilla y crítica. Cinco metros cuadrados (Max Lemcke, 2011), Terrados (Demian Sabini, 2011), Techo y comida (Juan Miguel Castillo, 2015), El desconocido (Dani De la Torre, 2015), Cerca de casa (Eduard Cortes, 2016) y Selfie (Víctor García León, 2017), son algunos ejemplos. Un cine que no quiere estar de espaldas a la realidad pero que carece de una industria que le apoye. Por desgracia, ninguna de estas películas pasará a la historia del cine español. Echamos de menos el humor negro y transgresor de Marco Ferreri (El pisito, 1959).

En los años treinta del siglo pasado, en pleno apogeo de los géneros cinematográficos, el cine de terror actuó como válvula de escape de los espectadores. En los setenta y ochenta lo fue el cine de catástrofes. El coloso en llamas (John Guillermin, 1974) es quizás el film más emblemático. Hoy este papel lo ha tomado el cine de superhéroes. Parece que necesitamos a Superman, Batman, Spiderman o incluso un dios nórdico de la antigüedad (Thor) para que vengan a salvarnos. Ya no tenemos fe en la capacidad humana para buscar soluciones. Los artistas, después de lo vivido en los últimos años, han adoptado una mirada escéptica y pesimista. Fundido en negro, negrísimo.

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