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Sobre este blog

Este blog pretende ser la primera ventana a la publicación de los futuros periodistas que ahora se están formando en la Facultad de Ciencias Sociales y de la Comunicación de la UPV/EHU. Son las historias que los propios estudiantes de periodismo proponen a nuestros lectores.

El enfermo en su soledad

Los médicos están preparados parar curar, pero no para los cuidados paliativos. Foto: Efe

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2013, Metro de Bilbao. Martes. El reloj de la estación marca que quedan tres minutos para que venga el tren con destino Cruces. Tres minutos para que Patricia se levante del banco y entre en el vagón. Tres minutos en los que el pulso se le acelera -taquicardia-, se ahoga -disnea- y cree que se va a marear -un síncope vagal-. Tres minutos en los que se siente sola. 

2013, Hospital de Cruces. Martes. Mira el móvil, ya son las ocho. Lleva tres horas en la sala de diálisis. Allí no pueden entrar familiares o acompañantes. Durante esas tres horas ha visto cómo la sangre salía de su cuerpo, caliente y sucia, para volver a entrar, fría y limpia. Los pacientes en diálisis necesitan que una máquina haga por ellos lo que sus riñones ya no pueden: limpiar y depurar. Tres horas, tres días a la semana, sola. 

2016, Hospital de Cruces. No recuerda si también era martes. Tres años desde que le diagnosticaron insuficiencia renal. Tres años, tres días a la semana, tres horas cada día, tres minutos para que llegue el tren a Cruces. Sola. 

Patricia Gómez es psicóloga, tiene 45 años y lleva cuatro trasplantada de riñón. Su proceso como paciente hospitalario comenzó y, aunque todavía acude a revisiones puntuales, ella siente que ya ha terminado. En 2018, 248.580 personas fueron hospitalizadas en el País Vasco - adquiriendo así la condición de pacientes - según los datos más recientes del Instituto Vasco de Estadística-Eustat. No existen estadísticas o encuestas que determinen cuántos de estos nuevos pacientes estarán o se sentirán solos el tiempo que dure su enfermedad. La soledad física, en cambio, sí es una condición que el Instituto Nacional de Estadística (INE) mantiene contabilizada en su encuesta continua de hogares, según la que, actualmente, hay 2.694.800 personas menores de 65 años que viven solas y 2.037.700 personas mayores de 65 en la misma situación.

Patricia no vivía sola cuando le diagnosticaron insuficiencia renal en 2013, tampoco cuando iba a diálisis ni cuando tuvieron que trasplantarle. Patricia no es una de esas 2.694.800 personas que viven solas, pero Patricia también se sentía sola. El estudio británico Bringing People Togteher 2019, en el que el Servicio Vasco de Salud ha basado sus protocolos, determinó que la enfermedad, en especial aquella de larga duración, es uno de los principales factores vinculados al sentimiento de soledad, también llamado aislamiento emocional. “Todo empieza cuando te dan el diagnóstico, el momento de estar en consulta y ponerle nombre a lo que tienes”, explica Patricia. “Tú ya sales diferente de allí”, abunda.

Los porqués son muchos y varían de paciente a paciente, pero el miedo, la incertidumbre o la rabia son algunos de los sentimientos comunes tras el diagnóstico de una enfermedad. Patricia siente que para ella y para muchos de sus pacientes en consulta, a los que ahora ayuda, es un “proceso progresivo”. La soledad no llega de golpe, te va rodeando en una especie de “círculo de aislamiento”, así lo bautiza ella, del que es muy difícil salir. 

Para Carmen Bartolomé, 57 años, el círculo de la soledad llegó cuando tenía 13 y le diagnosticaron un pseudotumor orbitario en el ojo izquierdo o “cáncer de ojo”, como explica ella. A los 21, ese cáncer supuso la extirpación del globo ocular y la sustitución por una prótesis (cirugía oculoplástica reconstructiva de la cavidad orbitaria, para ser precisos). A los 32 años, insuficiencia renal. Siete meses de diálisis. 19 años desde el trasplante. “Cuando me diagnosticaron se me cayó el mundo. Cuando me dijeron que tenía que ir tres días a la semana a una máquina... Por querer no quería ni vivir, pero miras a tus padres y dices 'bueno, tengo que aguantar', pero es duro”, lo cuenta por teléfono y parece que sonriera.

Carmen vive en Santo Domingo de la Calzada (La Rioja), embota pimientos del piquillo -“no pican”, puntualiza- y hace mermelada de melocotón casera. “¡Sin azúcar!”. El matiz es importante. Vive con su hermano, “pero él hace su vida y yo la mía”. Cuando le diagnosticaron la insuficiencia renal vivía con sus padres e iba cada semana al hospital de Cruces a valorar su estado. “A mí me costaba hablar de cómo me sentía con mis padres, me callaba para que no sufrieran”, cuenta. “Entonces te lo vas comiendo poco a poco”, añade.

- ¿Por qué te sentías sola?

- Porque nadie te entiende. 

“Yo cuando estaba en la máquina de diálisis pensaba en si merecía la pena tener que venir aquí para vivir. Eso es lo que pensaba constantemente. Y luego ves todo lo que te rodea y te hundes. Salía encabritada de allí”. Carmen cree que entender la soledad física o el aislamiento es más fácil, pero entenderlo en alguien que está enfermo, y no necesariamente solo, es diferente: “Llega un momento en el que sientes que el mundo camina, camina, y tú no caminas con él o no lo haces al mismo ritmo. Que te quedas sola y estancada”.

“Echaba mucho en falta que me acompañaran”

Patricia y Carmen no se conocen, pero coinciden en que el sentirse incomprendidas y extrañas en su entorno más cercano es uno de los factores que más acuciaban la soledad. Otra de esas coincidencias es el ambiente hospitalario. “Las máquinas impresionan”, recuerda Patricia. La sala de diálisis del Hospital de Cruces está en la planta menos uno, donde comparte espacio con Urgencias y las salas de rayos. Es una habitación rectangular, amplia y con sillas-camilla de color gris, unas delante de otras.

Junto a ellas, las máquinas de diálisis: armatostes altos y cuadrados, de los que salen cables, bolsas y varios tubos, dos de los cuales transportan la sangre de los pacientes de dentro del cuerpo hacia fuera y vuelta. Y pitan. Esas máquinas pitan constantemente. “Hay gente que allí se duerme, pero yo no podía, me fijaba en todo, la máquina pitaba y la tensión era constante”, Patricia tuerce la boca, es un recuerdo desagradable. También lamenta que no hubiera nadie allí con ella, hablando o dándole simplemente la mano: “Estás rodeado de gente como tú o peor que tú y sí que echaba mucho en falta que me acompañaran”.

Ese acompañamiento que buscaba Patricia fue precisamente lo que llevó a Lucía Aguirre a convertirse en enfermera. Ahora está jubilada, pero desde 1976 y hasta 2010 trabajó en el departamento de Nefrología del Hospital de Cruces. Jamás abandonó su vocación como acompañante y hoy sigue visitando pacientes, en casa o en el hospital. “Yo cuando acababa la consulta me pasaba horas paseando por el hospital”, recuerda. “Pero solo he aconsejado desde mi propia experiencia, desde lo que he vivido y creo que así acompañas mejor a los enfermos”.

Luke, así la conocen amigos y familiares, cree que lo más importante para aliviar la soledad de un paciente es “escucharle de verdad”, lo que en psicología se llama escucha activa. “Para mí, la escucha es ponerte en el lugar del otro y desde esa perspectiva, al imaginarte tumbada en la camilla, entender. Ahí cambia todo dentro de ti”, comenta. Recuerda especialmente la conversación con un paciente, en 2016. Era un chico de origen marroquí, joven, veintipocos. Apenas dominaba el castellano entonces: 

- Mohammed solo [refiriéndose a sí mismo en tercera persona]. 

- ¿No tienes a nadie?

- No, familia Marruecos. 

- ¿Cómo te sientes aquí?

- Solo, con voluntarios. 

- ¿Qué quieres que haga por ti?

 - Curarme, salir. 

Su encuentro con Mohamed, que se repetiría en el futuro, no fue fortuito. Lo conoció gracias a la asociación Acompaña-Laguntzen, en la que fue voluntaria durante un año. Maite Posse, portavoz de la asociación, tiene su despacho en el edificio de administración del Hospital de Cruces, frente a los laboratorios y detrás de la cafetería, a la derecha del gran edificio central, el de las escaleras blancas de caracol. Acompaña-Laguntzen es la segunda Asociación de Voluntariado Hospitalario de Bizkaia (la primera es la del Hospital de San Juan de Dios, en Barakaldo), lleva activa desde 2016 y opera en Cruces, Basurto y el hospital de San Eloy. Actualmente cuentan con 130 voluntarios inscritos, 70 en activo, y en 2018 y 2019 acompañaron a una media de 80 pacientes por año. “Es un número pequeño -se exculpa Maite- creemos que atendemos a muy pocos enfermos y que realmente hay muchos más enfermos que necesitan acompañamiento en el hospital”.

“Hay una mejoría en el enfermo”

Desde la asociación advierten de que hay mucha gente que está sola, de forma permanente o puntual, pero que no les llega información de todos lo casos. Aurora Navajas, cofundadora de la asociación, ahora voluntaria y otrora presidenta de la Sociedad Nacional de Hematología y Oncología pediátricas, cree que se debe a una falta de coordinación: “Montar algo nuevo en un sitio con la burocracia ya establecida es lo que más cuesta siempre. Y más si es montar algo que va a invadir hospitales, y no es ni una ONG ni una empresa. Somos voluntarios”.  Maite añade que es necesario que la labor de la asociación entre en la cabeza no solo del personal sanitario sino de la sociedad y que lo “adviertan como una necesidad desde todos los frentes posibles”. 

Algunos servicios del Hospital de Cruces sí conocen la asociación. Es el caso del departamento de cuidados intensivos en neonatos, donde la soledad es invisible (quién pudiera pensar que los bebés notan la ausencia), silente, prematura y frágil. Maite cuenta que en la sala de incubadoras hay muchos hijos de inmigrantes y que ellos “no juzgan ni valoran por qué sus padres no pueden venir”. Allí el acompañamiento es distinto, pero tiene el mismo efecto que en los enfermos adultos, asegura Maite: “Hay una mejoría en el enfermo tras haber estado acompañado con voluntarios”. Allí, cantan nanas, dan masajes en pies diminutos u ofrecen el dedo meñique a los recién nacidos. Allí acompañan. Allí, para Maite, “se entiende la soledad”. 

Otro problema que plantean desde Acompaña-Laguntzen es que los pacientes no verbalizan su soledad. Patricia Gómez determina por qué: “En la sociedad en la que vivimos, el estar solo no está bien visto. Todos son redes, amigos, celebraciones, comidas... Si alguien está solo siente vergüenza”. Explica cómo la sensación de fracaso en los pacientes es uno de los motivos por los que muchos no expresan su soledad, lo que dificulta su detección. “Lo normal -Patricia gesticula las comillas- es ser muy sociable, tener ganas de salir. Si alguien no es así (porque está enfermo) se siente desubicado, fuera de sitio y aún más solo”. Lucía, como enfermera, ha visto esto en muchos pacientes y cree que tiene que ver con el duelo personal de afrontar el diagnóstico de una enfermedad. “Yo les decía que tenían que asumir que para estar solo y sobrellevarlo hay que quererse y conocerse mucho primero. El duelo personal hay que sufrirlo, un tiempo, el que sea, enfrentarte a ello”, sugiere Lucía, aunque matiza que es algo muy complicado y propio de cada enfermo. 

Para los pacientes en diálisis -las máquinas que pitan- el duelo es afrontar que, aun sin síntomas (la insuficiencia renal es una de esas enfermedades llamadas silenciosas), el tratamiento a seguir te convierte en un bicho raro: solo medio litro de agua al día, ningún otro líquido, nada de sal, olvídate de comer yogur, adiós a las salsas, los aperitivos fuera, platos excesivamente grandes que evitar. Todo lo que rodea a la comida, por consiguiente, a las relaciones en torno a ella, ¡peligro!. “Dejé de ir a alubiadas y comidas con amigos”, recuerda Patricia, “tienes que explicar por qué no comes algo cada vez”.

“El día a día es un recuerdo constante de lo que te está pasando”, agrega. Era ese recordarse diariamente como enferma lo que le hacía sentir más sola. Sensación que no se marchó durante los años en los que estuvo en diálisis, aunque viviera momentos puntuales de felicidad. Pero entonces llegó el trasplante y con el trasplante llegó el colacao. Estuvo ingresada diez días, lo habitual tras un trasplante de riñón, y la primera noche con su órgano nuevo, a estrenar, le trajeron un Cola Cao de postre. “Me lo bebí con los ojos cerrados, degustando. Para mí fue la comida más rica del mundo”, cierra los ojos, como si todavía lo saboreara. Al llegar a la cafetería, donde tuvo lugar la entrevista, también pidió un Cola Cao. 

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