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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Derechos Humanos o la Thermomix en una aldea etíope

Defensa de los derechos humanos, una actividad de "alto riesgo" en Colombia

Pablo García de Vicuña

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“Para resolver gran parte de las crisis y los problemas crónicos del mundo, el primer paso consiste en ampliar y mejorar la educación en materia de derechos humanos. Desde el cambio climático hasta la pobreza, pasando por los conflictos, la discriminación o las enfermedades, nuestro progreso debe fundamentarse en el conocimiento de que todos pertenecemos a una única familia humana y compartimos importantes principios, valores y derechos”. Con estas líneas declarativas, Irina Bokova -Directora General de la ONU para la Educación, la Ciencia y la Cultura- y Zeid Ra´ad Al Hussein –Alto Comisionado de ON para los DDHH- prologaban el Plan de Acción del Programa mundial para la Educación en Derechos Humanos para el periodo 2015-2019, de las Naciones Unidas en su tercera edición. Traigo a colación este apunte porque la semana pasada el mundo ha tenido la oportunidad de celebrar la 71ª edición de la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Ha tenido la oportunidad y la ha desaprovechado.

Aquel acto ocurrió un 10 de diciembre de 1948, en París, cuando 48 países, miembros de Naciones Unidas, aprobaban sin votos en contra (aunque con las ausencias de Yemen y Honduras y las abstenciones de otros ochos países del bloque socialista, más Arabia Saudí y Sudáfrica) la declaración de principios más universal, más veces compartida y, probablemente también, más vulnerada. En aquel año, el mundo aún estaba recuperándose de casi medio siglo de conflictos armados y se aprestaba a iniciar un futuro poco esperanzador con la política de bloques que encabezaban los EEUU y la Unión Soviética, dividiendo nuevamente el planeta por espacio de varias décadas. En medio de tanta conflictividad latente, sin embargo, surgía esta opción declarativa que planteaba un horizonte teórico gobernado por la defensa de los derechos humanos.

71 años después de aquella firma no se puede concluir que el mundo se encuentre en una situación mejor, que las violaciones de derechos que afectan a los seres humanos hayan desparecido ni que los organismos internacionales que deben velar por su respeto y aplicación hayan cumplido con éxito su encomienda. Algo tan trascendental para la vida, como es el respeto a sus iguales, sigue siendo un foco permanente de noticias que día tras día, de forma machacona y humillante, golpea nuestras retinas: México, Ecuador, Chile, Venezuela, EE.UU, Rusia, Arabia Saudí, China, son algunos ejemplos recientes de vulneraciones que siguen sin respuesta, más allá de declaraciones institucionales condenando los hechos.

Incluso países de nuestra Europa, orgullosa por su respeto declarativo, tienen que aceptar aparecer periódicamente en las listas de asociaciones internacionales que los denuncian. España –no hace falta irse más allá- ha sido señalada por Amnistía Internacional por vulnerar la libertad de expresión, asociación y reunión, (tras las reformas legislativas del Partido Popular, aún presentes en el ordenamiento jurídico); por no respetar derechos económicos, sociales y culturales (a la vivienda y a la salud, en colectivos muy vulnerables, como el inmigrante); por no cesar su participación en el mercado internacional de venta de armas; por relajar la tensión en la jurisdicción universal (claro retroceso en la lucha contra la impunidad de los crímenes de derecho internacional); por no atender las reclamaciones de víctimas de la Guerra Civil) o por la falta de unanimidad judicial en los múltiples atentados de violencia contra las mujeres de los últimos años.

Nos falta valentía para encarar con decisión la defensa de los valores humanos, de sus derechos, porque somos personas débiles de memoria y faltos de educación. Porque nos creemos a salvo de situaciones extremas, como las que vivieron alemanes e italianos en otros tiempos, pero permanecemos despreocupados con la irrupción de un partido como Vox en esta democracia aún en construcción. En el mejor de los casos nos sentimos aludidos ante mensajes machistas o xenófobos, porque la sensibilidad social los ha colocado en el punto de mira actual, pero más allá de la descalificación puntual de quienes nos parecen extremistas trasnochados, no actuamos. Pasamos de puntillas por lo que es un ataque en toda regla a los principios básicos de la dignidad humana (raza, sexo, religión, nacionalidad, país de origen) suponiendo fortaleza moral y política a un país que -como el resto del mundo- está perdiendo sus anclajes más sólidos: verdad, ética, respeto. Confiamos en que sean otros/as, políticos, instituciones, gobernantes, sobre quienes recaiga la responsabilidad de la denuncia, del castigo contra la barbarie, mientras seguimos con nuestra vida y sus cotidianas preocupaciones.

Estamos faltos de educación, especialmente de la ética, de la humana. En el prólogo del Plan de Acción citado al comienzo sus autores explican que educarse en los derechos humanos, conocerlos, palparlos, vivirlos, hacerlos valer con eficacia ayuda a que las demás personas adquieran mayor conciencia de la importancia de cumplir sus obligaciones. “Cuando la educación en derechos humanos es participativa y se centra en los educandos, contribuye a desarrollar conocimientos e importantes competencias para pensar y actuar de forma crítica”, señalan.

Abraham Magendzo, profesor chileno, muy comprometido con la Educación en DDHH, escribía hace ya años (diciembre, 2003) en la Revista de Pedagogía Crítica, Paulo Freire, que esta educación está siempre relacionada con los graves problemas que sufre una sociedad, como la pobreza crónica, las democracias débiles e inestables, la injusticia social, la violencia o el racismo. Trabajar la Educación en DDHH significa, por tanto, “…hacerlo a través del diálogo del que las personas aprenden y toman conciencia de que son sujetos de derecho y aprenden cómo trabajar por su propia liberación. Así, esta educación se vuelve en educación política”.

Necesitamos la educación y la política para educarnos como personas completas, conocedoras de que la solución a nuestros propios problemas no está en la culpabilización del otro, del extraño, sino -con mucha probabilidad- en quien es como nosotros/as y manifiesta abierta o secretamente deseos de poder que perjudica al conjunto.

Se atienden, se escuchan respuestas populistas, fáciles de agradar al oído en vez de preguntarnos hasta dónde el neoliberalismo actual condiciona nuestras vidas. Dejamos que se inventen relatos inexactos porque saben que nos cuesta mirar hacia atrás, si ello requiere además preguntarnos críticamente dónde estuve y que hice por evitar que ocurriese.

Ana Vernal-Triviño, en un artículo reciente señalaba que lo que normaliza un discurso neofascista (añadiría yo el nacionalista radical también) es relativizar cada día los derechos humanos, es ceder un poco de cada uno de ellos de forma sutil, hasta que nos demos cuenta de que será casi imposible recuperarlos. De ahí su rotundidad: “Tenemos que luchar por mantener estos derechos, recordarlos y reivindicarlos. Sin derechos o con su vulneración, aparece el sufrimiento y desaparece un futuro digno para las próximas generaciones”.

No me resigno, por tanto, a aceptar la tremenda carga simbólica del comentario de Nieves Concostrina en el programa radiofónico de la SER, La Ventana, en la conmemoración de la proclamación de la Declaración Universal, comparando los derechos humanos con una Thermomix en una aldea etíope: ambas totalmente inútiles y absolutamente prescindibles, dado el número de vulneraciones continuas que recibe. Todo lo contrario: tenemos que trabajar individualmente y exigir de forma colectiva el respeto al bien humano más preciado, su dignidad. Si es que somos aún civilización; si es que somos –y nos creemos aún- sociedad.

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