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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Educar frente a la violencia

Los partidos vascos se concentran para condenar la paliza a un alumno de UPV

Pablo García de Vicuña

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Confieso que llevo unos días desasosegado. Podría achacarlo a la vuelta a la rutina tras el casi acueducto festivo de diciembre, pero no sería cierto. O a la proximidad de las fiestas navideñas, omnipresentes desde hace ya unas semanas en cualquier rincón comercial que se precie, si no disfrutase de ellas año tras año. Hasta podría estar en crisis por la cercanía del fin de un año y lo que de fúnebre y de pasado acumulado implica. Pero no; la causa de mi inquietud no es otra que la de seguir rumiando la noticia conocida hace unos días sobre el brutal ataque de una panda de desaprensivos a un estudiante en el campus de Vitoria por mostrar inclinaciones políticas poco convencionales por estos pagos.

Y no se trata de moralina aprovechada, sino de honda inquietud por lo que me corresponde como docente. Mi primera reacción, sin embargo, no fue como profesional, sino como ciudadano. La sensación, tras leer la noticia, fue de hastío, de resignación por dejarme llevar otra vez de ese sentimiento de rechazo a situaciones mil veces repetidas y que, ingenuamente, creíamos superadas definitivamente. Me acordé de quienes taché de agoreros por advertirnos de que poco –o nada- había cambiado tras la decisión de fin de la violencia etarra. Que el mundo de la intolerancia seguía vivo y que para una parte de la sociedad vasca aún seguía activa la maniquea división de “conmigo o contra mí”. Me fastidiaba tener que reconocer que se abría, de nuevo, la impotencia ante la fuerza matona que acalla cualquier opinión diferente.

Ciertamente, la respuesta condenatoria –casi inmediata- del rectorado de la UPV, institución en uno de cuyos campus se habían producido los hechos, y de algunas organizaciones sindicales y sociales, palió en parte la desazón. Pero el gusanillo de la crispación seguía presente y no tardó en volver a ocupar su lugar. ¿Sólo habrá protesta institucional? ¿No deberían surgir convocatorias anónimas a través de las redes sociales, llamando a dar respuesta contundente ante tal rebrote de violencia política? ¿Se habría respondido igual si estos impresentables gánsteres hubiesen acabado con la vida del joven? ¿Qué grado de violencia, en ese caso, hemos aceptado tragar sin respuesta?

Si nos ceñimos al ámbito educativo, las preguntas no son menos molestas ¿Por qué resulta tan débil, en ocasiones, la fuerza de la Educación cuando se habla de derechos humanos, respeto a la dignidad, debates democráticos? ¿Quién/quiénes manejan argumentos más atractivos que llevan a incontrolados irracionales al uso de la violencia contra quien manifiesta ideas politicas distintas? ¿Estamos haciendo dejación de una enseñanza que corresponde al colectivo docente, en la confianza de que sea la sociedad quien lo haga? ¿Nos molesta dedicar parte de nuestra responsabilidad a conseguir educar en una ciudadanía cívica y respetuosa? ¿Dónde y con qué se ha sentido identificada esta pandilla vitoriana para imponer por la fuerza su opinión?

No tenemos que mirar muy lejos para encontrar respuestas a algunas de estas preguntas. Nos corresponden a los y las docentes. Porque no cabe buscar cobijo en el miedo social –como ocurrió mientras ETA campaba libre por sus fueros- ni encerrarnos en nuestras urnas pedagógicas para endosar las respuestas al resto de compañeros y compañeras docentes. Mientras no asumamos que es una tarea colectiva y obligatoria para quien se llama profesional educativo estaremos faltando a nuestro compromiso con la sociedad.

También es responsablidad –incluso en un grado mayor a la nuestra- del Departamento de Educación del Gobierno Vasco, silencioso en la condena del ataque sufrido por el joven de Vitoria. Una Consejería que ha vuelto a perder la oportunidad de recordar a sus trabajadores/as y al alumnado -del que dice ser su objetivo primordial- la celebración del 70 aniversario de la Resolución 217 AII que la Asamblea General de las Naciones Unidas hizo en París, el 10 de diciembre de 1948 y por la que quedó aprobada la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La citada carta, debería habernos recordado la Consejera Uriarte, explica sin ningún género de dudas, en su artículo 2: “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”. Pero se perdió tal oportunidad.

Nadie puede valerse de excusas en clave de no intervenir en los asuntos cotidianos, porque de lo que estamos hablando es de educar en pleno siglo XXI, en un tiempo en que los límites y responsabilidades de cada agente educador están más difusos, pero no menos comprometidos. Decía recientemente Fabián Laespada ('Omisiones de Herenegun'), El Correo, 9-12-2018), refieriéndose al polémico material Herenegun, que se ha de ser neutral en cuanto a la riqueza de opiniones, equidistante en asuntos menores, defensor insobornable de los derechos humanos y nítidamente ecuánime en el reparto de hechos y responsailidades históricas. ¡Qué razón tiene y cuánto cuesta cumplir con tales preceptos!

Siempre he defendido, no obstante, el carácter positivo de nuestra profesión; el optimismo nos permite en muchas ocasiones, capear situaciones difícilmente soportables en otros ámbitos. Hay quien lo llama vocación. De ahí que a pesar de tanta pregunta sin respuesta o en momentos de desencanto, seamos capaces de volver nuestra vista hacia momentos en que alguien supo hacernos nacer –o revivir-; momentos en los que sí tuvo un valor especial la enseñanza educativa. Así volvió el recuerdo de la carta que Albert Camus dedicó a su maestro, escasas fechas después de recibir el Premio Nobel, en 1957: “(…) cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivios en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido”.

Hay esperanza, por tanto, cuando la educación –a través de sus profesionales- es capaz de seducir, de contagiar, de modificar posturas incívicas. Cada vez que entramos en el aula estamos aportando tranquilidad, rebajando tensiones, generando vínculos de colaboración y espacios de conocimiento. Nadie puede garantizar la ausencia de obstáculos; ninguno/a estará a salvo de zancadillas malintencionadas, ni de desengaños paralizantes. Pero si llegan esas ocasiones, si volvemos a vivir situaciones como la desagradable de Vitoria deberíamos ser capaces de contestar lo que Evelyn Beatrice Hall, biógrafa de Voltaire, expuso: “No comparto tu opinión, pero daría mi vida por defender tu derecho a expresarte”. ¡Quién iba a decir que más de un siglo después siga siendo necesario recordar su frase!

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