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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Alberto Schommer, memoria de un artista-fotógrafo

Alberto Schommer Foto: EFE

Fernando Golvano

De Schommer sobresalen las series de retratos o bodegones en los que perseveraba con tiempo y atención, y entre los que destacan fotografías de los años ochenta como la serie Máscaras, para producir un retrato psicológico y a veces simbólico. El blanco y negro, la frontalidad de los rostros y el énfasis expresivo evocan ecos clasicistas: diríase que querían dar forma al alma de cada persona. Encontramos imágenes de poetas como Gabriel Celaya o artistas como Eduardo Chillida. Pero, sin duda, serán sus célebres Retratos psicológicos, también en blanco y negro, como Cardenal Tarancón. Cardenal intentando ordenar la confusión (1969), o Chillida. Tiene el espacio (1985), o María Zambrano. Guardando mi pensamiento (1991), y otras figuras de las élites políticas, culturales o del pensamiento las que logren un mayor reconocimiento. Esa serie prolongada en un trabajo de varias décadas le harían merecedor del Premio Nacional de Fotografía. Fue el primer fotógrafo que pudo exponer en el 2014 en el Museo del Prado, y eso manifiesta su vocación de fotógrafo con aspiraciones de reconocimiento con la cultura clasicista, moderna, universalista y de larga duración.

Fue el único artista-fotógrafo de aquella efímera experiencia vanguardista que, a mediados de los años sesenta, renovó la trama del arte vasco. Schommer, aunque interesado inicialmente por la pintura, había estudiado fotografía en Colonia y en Hamburgo en los años cincuenta, pero a mediados de la siguiente década se dedicará profesionalmente a la misma al tiempo que establecerá su residencia en Madrid. La serie de imágenes en blanco y negro que realizó sobre la empresa Huarte prefiguraba una atención estética que desbordaba las convenciones de la fotografía documental hacia una “nueva objetividad” con resonancias abstractas. Eso aconteció varios años antes de presentarse el grupo Orain (J. Fraile, J. Mieg, C. Ortiz de Elgea, J. Echevarría y A. Schommer), aquella tentativa de convergencia artística que quiso llamarse Escuela, y que a mediados de los sesenta y a iniciativa de Oteiza, Sistiaga y Amable en Gipuzkoa y de Ibarrola en Bizkaia tuvo un corto recorrido.

En su dilatada trayectoria ha practicado con rigor y pasión todo un repertorio de modalidades canónicas que ha sancionado la historia de ese arte visual: retratos, paisajes, documental, experimental, fotomontaje–collage, y otros. En la presentación de Orain en Vitoria (octubre de 1966) lanzó El abrazo (1964), una imagen en color obtenida con una larga exposición. Esa temporalidad, poco utilizada a la sazón en el contexto de fotografía vasca, provoca un efecto extraño y espectral que perturba el estatuto realista de la imagen.

Consideraba que una serie de obras que denominaba cascografías, iniciadas en 1990, eran su aportación más 'sui generis' al ámbito de lo fotográfico. Se trata de una deriva expandida de la fotografía a la escultura: a ese ámbito híbrido llega craquelando el original y dándole rugosidad y diferentes calidades por medio de sucesivos baños fotográficos. El montaje resultante de los originales es lo que denomina cascografía. Una serie de desnudos o de cabezas serán los motivos recurrentes representados a la misma escala. Como ha observado Jean Arroyue en Alberto Schommer. El arte de la mirada (2002), «la fuerza de la presencia de estas obras viene sobre todo de su estructura anafórica, que asocia múltiples imágenes idénticas o análogas de forma compleja». Sin embargo, desde lo idéntico inventa lo diferente y novedoso. En determinados momentos de la trayectoria fotográfica de Schommer parece actualizarse el vínculo ente lo imaginario y lo onírico. Así sucede en sus extrañas y distópicas imágenes de la serie Civilizaciones (1987), paisajes construidos en los que introduce un contexto ficcional para lo imaginado.

Otra modalidad, más irónica, de desplazamiento entre lo real y lo irreal se revela en su serie Sobremesa (1987-1990). Parece invitarnos a desbordar lo documental a través de un énfasis imaginario y a veces irónico.

Tanto en su hacer fotográfico de signo más “puro” como en sus series de voluntad más experimental (cascografías, fotomontajes, collages....), diríase que han conformado un archivo de imágenes que invitan a una percepción reflexiva. La realidad queda registrada como huella lumínica y analógica, pero mediada con determinadas elecciones propiamente fotográficas (enfoque, distancia focal, composición, temporalidad, dominios cromáticos, operaciones de revelado, ...); de modo que cada fotografía integra una singular aleación poética de azar y de intencionalidad. Sabía captar el “instante decisivo” que postulaba Cartier-Bresson desde una hacer intuitivo como se revela en sus serie de viajes, ciudades, lugares y personas anónimas en esas circunstancias fugaces que Barthes denominaba contingencias soberanas. Los viajes, principalmente a las ciudades, procuraron un gran inventarios de imágenes y memorias que tuvieron reflejo posterior en libros como El viaje (1994), La vida (1994), Shanghai, el futuro (2000), París Berlín (2002), Libia: la belleza oculta (2004), México DF (2004).

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