Trincheras

Resulta asombroso que un país tan dado a la invención de falsos pasados haya tan poca consideración, tan poco respeto por las huellas verdaderas del pasado. Lo propio de los conservadores españoles, tanto estatales como autonómicos, es no conservar nada a no ser unas cuantas ideas retrógradas, el tricornio, el brazo incorrupto de Santa Teresa, la caridad como sustituto de la justicia y una devoción casi, casi pueblerina por todo lo que se pronuncia desde un púlpito. La mayoría de los alcaldes de nuestro disparatado país, en connivencia con unos constructores barrigones, horteras, majestuosos en su retórica patriótica y en su manera de escupir por el colmillo, han destrozado no solo el paisaje urbano de nuestras ciudades, sino que han derribado legendarias mansiones, históricos monumentos y singulares palacios; han talado regiones enteras; han desfigurado bellísimos litorales y han logrado extinguir valiosísimas especies animales para sustituirlas por una manada de turistas borrachos que, durante los meses estivales, deambulan en chándal por unos horrorosos paseos marítimos repletos de heladerías, Burguer Kings, pubs ingleses, pizzerías, restaurantes chinos y tiendas de todo a un euro.

En nuestro país solo dura lo que no debiera durar. Los prejuicios, por ejemplo, las ideas más estúpidas, los abusos, el caciquismo, las tradiciones más brutales - estas últimas convertidas ahora en indiscutibles rasgos de cultura ancestral - y sobre todo la costumbre de no razonar sino de descalificar a quién sostiene una postura contraria a la nuestra; descalificarle, insultarle, mentarle a sus muertos y si esto no bastara para hacerle entrar en razón, emprenderla a garrotazos con su testaruda mollera... Lo fundamental siempre ha sido dividir el mundo en dos bandos, dos ideas, dos destinos o dos Españas. Los españoles solo nos hemos sentido profundamente cómodos en nuestra piel de aceituneros altivos cuando hemos encontrado un contrario a quien embestir dado que eso nos ha librado de la fastidiosa tarea de pensar. La vida siempre nos ha resultado más llevadera cuando hemos logrado reducir el mundo a la dualidad biblíca del bien o el mal, el Barca o el Madrid, Frascuelo o Lagartijo, Cánovas o Sagasta, Ortega o Gasset, de tal manera que con tal de situarnos siempre hemos preferido situarnos en una o en otra trinchera antes que concordar nada con quienes, por ejemplo, desalaban el bacalao para cocinarlo al pil pil en vez de a la vizcaína. Nada nos alivia tanto como encontrar un enemigo. Un enemigo nos da la vida, nos realza, nos confirma en nuestras necedades sustanciales y además nos empuja a levantarnos de la cama todas las mañanas con el ánimo de hundirle en el fango de su obstinación antipatriótica.

En esta nueva campaña electoral tanto el Partido Popular como Unidos Podemos parten con esa ventaja; la ventaja que les proporciona el hecho de que los españoles nos hayamos pasado siglos parapetados tras una u otra trinchera sin que todavía hayamos encontrado otra manera más entretenida de estar en este disparatado mundo.