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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

La cosificación en el siglo XXI

Fabricio de Potestad Menéndez

Presidente del PSN-PSOE. —

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La supuesta superación de la dialéctica del amo y el esclavo, descrita por Hegel, ha sido quizás excesivamente celebrada, pues en pleno siglo XXI se dan situaciones en las que muchos seres humanos no son todavía reconocidos como tales, sino cosificados. Esto es, tratados como cosas o mercancías en un mundo instrumental y monetarista.

Un primer ejemplo de cosificación es el que afecta a la clase trabajadora. La sociedad capitalista divide a la humanidad en dos grupos claramente enfrentados. Una reducida clase fabulosamente rica, los propietarios de los bienes de producción, y una ingente clase asalariada que tiene garantizada solo sus necesidades más básicas. Y junto a ellas, una subclase que vive en la precariedad o en la más extrema penuria. Los trabajadores, lejos de ser reconocidos como seres humanos, son utilizados como instrumentos productivos en la medida en que a cambio de un determinado salario alquilan su fuerza de trabajo. La fuerza de trabajo es escindida del trabajador, ya que en vez de ser reconocido como persona, es considerado como una mercancía o maquinaria capaz de transformar la materia prima en algo socialmente valioso. Baste quizá para probarlo que el salario tiene como principal objetivo cubrir las necesidades básicas que permitan al obrero seguir trabajando y generando sustancioso beneficios para el empresario. Una mixtificación muy extendida hoy día es afirmar que los intereses del empresario y del trabajador son los mismos. Es cierto que si la empresa va bien, el trabajador asegura su empleo y su salario, pero poco más. El trabajador asalariado obviamente depende del capital, hasta tal punto que su suerte depende de que haya demanda de fuerza de trabajo. He ahí la tan falazmente repetida comunidad de intereses entre empresario y trabajador.

En general, salario y ganancias se hallan en una razón inversa, pues cuánto más bajos son los salarios, mayores son las ganancias, y viceversa. La prueba más palmaria de que el empresario no ve en el trabajador una persona, sino una máquina productiva, es que para que sus beneficios sean sustanciosos, necesita abusar del concepto de eficiencia, que muchas veces enmascara algo tan inhumano como la explotación del ser humano. En este sentido, exige salarios bajos, contratos temporales y precarios, despido libre y barato, pagar pocos impuestos, libre flujo empresarial y supresión de la negociación colectiva sindical, pues cuantos menos derechos tenga el trabajador, más atractivo es el mercado para él. Obviamente los intereses empresariales tienden a privar al trabajador de sus derechos más elementales, que es donde precisamente se reconoce su condición humana. En definitiva, el trabajador en el actual sistema neoliberal deviene cosa.

Otro ejemplo cruel de cosificación es el de las prostitutas. La cínica distinción entre prostitución libre y obligada es una falacia, pues las mujeres, con consentimiento o sin él, devienen mercancía destinada a satisfacer la genitalidad masculina. Dicha anuencia es, por otra parte, falsa, pues si una prostituta está dominada por la necesidad económica, pierde su libertad, por lo que no existe libre asenso entre la mujer prostituida y su mal llamado cliente. La prostitución es una forma onerosa, muy dura y peligrosa de ganarse la vida, pues la mayoría de las mujeres que ejercen la prostitución se encuentran en situación de desigualdad, exclusión económica y social, y son mayormente víctimas de un mercado muy bien organizado de proxenetas.

De hecho, cuando se exalta la libertad como elemento determinante del ejercicio respetable de la prostitución, se omiten las condiciones personales, sociales y materiales que padecen estas mujeres, en su mayoría colocadas en las marginales esquinas de la supervivencia. El mercado de la prostitución trasluce un comercio de complexiones anatómicas en el que el cuerpo de la mujer es considerado mera mercancía. Y el meretricio, en la medida en que precisa del alquiler de cuerpos humanos, vilmente catalogados para ser consumidos, deshumaniza, cosifica y subordina a las prostitutas a las necesidades carnales de ciertos hombres, que son los responsables de semejante violencia.

El éxodo de refugiados sirios es un tercer ejemplo de cosificación humana. Se trata sencillamente de la población civil siria que huye aterrada de la crueldad bélica, ante el temor de perder su vida. La irrupción de la guerra supone un corte biográfico brutal, que conduce a la población civil a una situación de total inseguridad, en la que la paz se desmorona, siendo sustituida por la barbarie. Por desgracia, el sufrimiento de todas estas personas no finaliza una vez que han logrado huir de su país, sino que continua durante su arriesgada odisea e incluso persiste al llegar a las puertas de Europa, pues se encuentran con un sinfín de barreras y trabas que les impiden acceder a algo tan elemental como es el derecho internacional de asilo y protección. Al llegar a la frontera europea se ven vergonzantemente retenidos en condiciones precarias, hacinados, mal alimentados, sin higiene y sin saneamiento adecuado. Han sido, en definitiva, deshumanizados, cosificados justo en la medida en la que no se reconocen sus derechos y necesidades como seres humanos.

Y un cuarto ejemplo es la locura, pues supone, como dice Foucault, la expresión de la irracionalidad, concebida como condición de imposibilidad de lo humano, en la medida en que excluye de su lenguaje las categorías del discurso lógico. La cosificación de la locura, realizada por los saberes científicos, la despoja de significación y sentido, de propósito y finalidad, e incluso la califica de intencionalidad impredecible y peligrosa. Así, la locura erróneamente es considerada como la palabra vacía y, por ende, sin valor, situándola en el silencio semiológico, como algo observable y tratable. En fin, éstas y otras reificaciones se siguen produciendo en pleno siglo XXI.

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