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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Los límites de la soberanía y el Parlamento de Cataluña

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José M. Portillo

Las leyes aprobadas la semana pasada por el Parlamento catalán exigen algo inaudito para una ley: suponer que la ley puede ser vulnerada apelando a la soberanía popular. En efecto, en el mismo acto de aprobar las leyes de referéndum de autodeterminación y de transitoriedad jurídica, los diputados de JxSí y la CUP (que son quienes en exclusiva han votado a favor de estas leyes) conscientemente vulneraron entre otras la Constitución, el Estatuto de Autonomía, la Ley Electoral, las leyes que regulan el funcionamiento de la Justicia (del Poder Judicial, del Tribunal Constitucional) y las leyes de organización local y territorial. Adviértase que no se trata de leyes que reformen leyes previas (algo normal en cualquier sistema constitucional), sino que se trataba, como advirtieron los letrados de la cámara, de quebrantar deliberadamente leyes adoptadas tanto por las Cortes como por el propio Parlament de Catalunya.

La manera que el President Puigdemont ha tenido de explicar semejante actuación ha sido apelar a la soberanía del pueblo de Cataluña. El único límite que existe según él, su gobierno y la mayoría parlamentaria actual es la soberanía de ese pueblo que se sustancia en ese parlamento en el que, junto a la CUP, tienen casualmente mayoría. Es un lenguaje tan claro y evidente que parece hasta mentira que no nos adhiramos todos inmediatamente a él: ¿cabe algo más democrático que convertir en ley la voluntad del pueblo? Es tan tentador que hasta Ada Colau y Podemos están ahí a un tris de entrarle a la idea y ceder a la evidencia. Si no lo ha hecho ya la primera es porque quiere seguir siendo alcaldesa y si no lo hace Podemos es porque le puede salir la cosa poco rentable más allá del Ebro.

Sin embargo, me temo que pocas afirmaciones se pueden hallar menos democráticas que la sostenida por Puigdemont y compañía para justificar el quebrantamiento constitucional, estatutario y legal de la semana pasada. Por decirlo con absoluta claridad: afirmar la soberanía ilimitada del pueblo (de Cataluña o de Segovia) es el primer paso para afirmar un poder irrestricto e ilimitado de quienes decidan que ostentan la representación del pueblo soberano.

Que esto es así se ha visto en esas mismas sesiones del Parlamento catalán cuando los diputados de los partidos que han votado estas leyes han decidido que su mayoría representa la voluntad del pueblo y que ello les faculta para alterar en 48 horas todo el ordenamiento catalán. El Parlamento de Cataluña, las Cortes españolas y el pueblo de Cataluña en referéndum establecieron (artículos 222 y 223) que la reforma del Estatuto requiere siempre como primer paso su aprobación por dos tercios de la cámara catalana (90 diputados). Han bastado 72 diputados para aprobar una ley, la de referéndum, que supone una alteración sustancial del Estatuto. El artículo 16 de la Ley del Consejo de Garantías Estatutarias señala claramente como objeto de su dictamen las leyes que afecten a reformas del Estatuto.

Esa misma mayoría de 72 diputados decidió sobre la marcha eludir ese trámite y pasar directamente a votar, en lectura única y sin debate, una ley que se dice de Transitoriedad. Ahí puede verse ya el peligro de apelar a la voluntad del pueblo: esa ley tiene siete títulos y cerca de cien artículos o, dicho de otra manera, es una constitución (más bien una carta otorgada), que ha estado en el parlamento una tarde y con la que se quiere regular la vida política catalana. ¿Hasta cuándo? Pues “hasta la constitución de las nuevas instituciones”, así de preciso.

La democracia, en efecto, requiere que aceptemos que no hay más soberanía que la del pueblo o la de la nación. A renglón seguido, sin embargo, requiere también que quienes expresan esa soberanía a través de la representación parlamentaria tengan claramente marcados los límites que no pueden ignorar sin quebrantar la propia democracia: por ejemplo, alterar el ordenamiento con una mayoría no cualificada para ello y sin el debido proceso. Los parlamentos son soberanos en el sentido de que representan la soberanía, pero son democráticos solamente cuando respetan los límites a su poder.

En un texto breve, dirigido a sus estudiantes y titulado Contra la tiranía, el historiador norteamericano Timothy Snyder advierte sobre la importancia de respetar las instituciones y las leyes democráticamente establecidas. Lo hace para prevenir de quienes, en nombre del pueblo, comienzan por saltarse leyes, continúan cuestionando principios constitucionales y terminan afirmando que su voluntad –es decir, la del pueblo- es la nueva ley. Snyder ha estudiado con detalle el nacimiento de los regímenes totalitarios en los años treinta en Europa, pero la advertencia la hace a sus estudiantes para que estén vigilantes sobre vulneraciones actuales de las instituciones y las leyes: también Donald Trump apela al pueblo norteamericano cuando quiere saltarse las leyes del pueblo norteamericano. Ha sido la Justicia norteamericana, haciendo valer su condición de poder independiente, quien ha logrado frenar alguna de esas vulneraciones constitucionales. Por ello es un error pensar, como afirma también la alcaldesa de Barcelona, que la justicia no es la solución. Al contrario, ante lo ocurrido la semana pasada en el Parlament los demócratas deben exigir la actuación de la justicia para preservar la democracia. Luego tendrá que venir, sin duda, la política y dar paso a esa comisión parlamentaria propuesta por Pedro Sánchez para tratar de la reforma constitucional en materia de organización territorial de España, pero si no preservamos primero la democracia, la política ya estará de entrada desarmada.

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