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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Cuando la tradición es el freno

Tensión en Hondarribia por el desfile de la compañía mixta en el Alarde

Pablo García de Vicuña

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Son varias las ocasiones en las que el ser humano se encuentra satisfecho con el grado de avance que la sociedad va consiguiendo, siempre con costoso esfuerzo; el nuevo descubrimiento médico contra una enfermedad que parecía invencible, la mejora en la comunicación que acerca a familias separadas por miles de kilómetros, aquel tratado de paz que cierra un conflicto bélico nunca deseado por la mayoría de las población son algunos ejemplos escogidos sin demasiada reflexión.

En otros momentos, sin embargo, nos inunda el desánimo ante lo que consideramos retrocesos inaceptables para la condición humana en pleno siglo XXI: el avance de la xenofobia, la persistencia del maltrato humano y animal, la inagotable avaricia de las mayores riquezas y su perseverancia o las luchas partidistas –en ocasiones fratricidas- por alcanzar el poder político en una comunidad. En estos casos nos avergonzamos de nuestra propia especie y optamos por buscar argumentos que nos diferencien de ellos/as o por recluirnos en una cueva hasta que la razón y la luz acaben imponiéndose y podamos volver a sonreír.

Pues bien, hay ocasiones en que la tradición se inserta en esta segundo grupo y forma parte de nuestros peores sueños. Me refiero al conflicto social generado recientemente –y repetido desgraciadamente cada septiembre- con el Alarde de Hondarribia y que tiene siempre su precedente en su homónimo de Irún en junio. Evito los detalles, que son de sobra conocidos a través de los medios de comunicación, para centrarme en entender las causas que lo provocan. Y no es difícil llegar rápidamente al meollo de la cuestión: se trata de un problema de interpretación de la tradición, entendida desde dos posiciones distintas que devienen en antagónicas.

De un lado, los y las puristas –mayoritarios en ambos pueblos guipuzcoanos- se sitúan en la fortaleza que la tradición otorga a la representación de ese acto festivo. La intención es celebrar a través de una recreación festiva sucesos ocurridos varios siglos atrás, intentando ser lo más fieles posibles a lo que la historia (¿y la leyenda?) narra. Para ello se recrean vestuario, recorrido de la procesión y protagonistas de la misma (salvando el imponderable temporal obligatorio). Por el contrario, en el otro lado se inserta el sector progresista, innovador, que se decanta por una celebración histórica que introduzca determinados cambios en la representación tradicional, que cuestiona la forma en que se ignora o atribuye un papel secundario a parte de la población. Si consiguen imponerse, piensan, se estaría actualizando al nivel que la sociedad se encuentra en cada momento, permitiendo el protagonismo de mujeres y hombres en condiciones de igualdad de género. Y es aquí donde surge el conflicto.

La sociedad vasca está dando continuamente mensajes de ser un grupo humano contemporáneo de los tiempos que nos toca vivir; destacamos en solidaridad humana (en donaciones y trasplantes de órganos, por ejemplo) por encima de la media europea, nos mostramos como un pueblo acogedor con las y los migrantes (“Ongi etorri errefuxiatuak” marcó un hito), pero estamos demasiado apegados/as a ciertas tradiciones que nos ensombrecen colectivamente, restan modernidad y dificultan el avance democrático de toda una sociedad.

La celebración de las fiestas populares es un buen ejemplo. Parece que cualquier acontecimiento del pasado –incluso los cuestionados por la propia Historia- es digno de ser recordado, a veces siguiendo mensajes religiosos (romerías, inauguraciones de infraestructuras, ¡hasta celebraciones futboleras!); en otras ocasiones, enfrentándose a la Iglesia (carnaval, Olentzero). Todo vale si con ello se fortalecen los lazos invisibles que confieren identidad propia a un territorio, a una ideología. Y aquí, en Euskadi, no hablaríamos de país si desoyésemos los mensajes -subliminales en ocasiones, directos en otras- que la costumbre ha aportado a la cultura popular.

Y es que ese es el papel principal de la tradición: consolidar la transmisión de costumbres, convertirlas en hechos irrefutables ante los que no cabe más espacio que la participación o la autoexclusión. Cualquier otra variación que implique una modificación de “lo de siempre” se expone a ser objeto de pitos, mofa y escarnio. Con más crudeza lo expone el intelectual francés Alain Finkielkraut ('La derrota del pensamiento' Anagrama, 1988) al explicar los peligros de estas visiones tan excluyentes: “¿Que en una determinada cultura se infligen castigos corporales a los delincuentes, la mujer estéril es repudiada y la mujer adúltera condenada a muerte, el testimonio de un hombre vale como el de dos mujeres, la hermana sólo obtiene la mitad de los derechos sucesorios entregados a su hermano, se practica la escisión, los matrimonios mixtos están prohibidos y la poligamia autorizada?(…) En nuestro mundo abandonado por la trascendencia, la identidad cultural avala las tradiciones bárbaras que Dios ya no está capacitado para justificar. Indefendible cuando invoca el cielo, el fanatismo es incriticable cuando se ampara en la antigüedad, y en la diferencia. Dios ha muerto, pero el Volksgeist sigue fuerte.”

Los alardes de Irún y Hondarribia, así como cualquier tradición que encorsete, discrimine o conculque derechos humanos, deben virar, sin más dilación, hacia posiciones aceptadas por toda la comunidad implicada. Y en ese giro es fundamental un discurso político que colabore en tal empeño. Es decir, todo lo contrario a lo que hasta ahora ha venido haciendo el Gobierno Vasco, escondido en un silencio cómplice con los sucesos de los Alardes que le ha colocado en el lado equivocado, en defensa de la tradición, sin concesiones.

La escuela, la educación también tienen sus responsabilidad en este cambio. Deben ser capaces de separar la paja del grano. Deben decidirse a pasar de la transmisión de conocimientos –guía conductora durante siglos- a la construcción del mismo, como señala Francisco Imbernón ('Equidad y educación' El Diario de la Educación 09/09/18). Y ello conlleva un cambio metodológico en el que la participación y la colaboración ocupen un espacio central en el espacio y tiempo de la enseñanza.

Es importante, por tanto, no confundir los límites entre educación y cultura. Esta última también está como la primera, obligada a renovarse, a modificarse. Vivimos en un mundo cambiante que exige esfuerzos de adaptación en todos los ámbitos, incluidos los aparentemente inamovibles como es el mundo de las tradiciones. Maalouf Amin ya lo advirtió con su clarividencia habitual ('El desajuste del mundo. Cuando nuestras civilizaciones se agotan'. Alianza, 2009): Nos resulta difícil admitir que haya que replantearse el mundo de arriba abajo y que tengamos que trazar el camino del futuro con nuestras propias manos (…); difícil admitir que el apego a nuestras identidades inmemoriales podría comprometer el progreso de la especie humana. Intentamos entonces persuadirnos de que no hay bajo la capa del cielo nada realmente nuevo y seguimos aferrándonos a nuestros puntos de referencia habituales, a nuestra pertenencia hereditaria, a nuestras contiendas recurrentes y también a nuestras frágiles certidumbres”.

En ello debemos estar la mayoría de la docencia … y el resto de las y los responsables políticos vascos.

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