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El historiador en tiempos de redes

El expresidente de EEUU Donald Trump, en una fotografía de archivo. EFE/Jim Bourg/Pool

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Hubo una época, no tan lejana en el tiempo, en la que no existían dudas acerca de lo que era el pasado. Se reflejaba más o menos nítidamente en documentos, periódicos, memorias, monumentos etc. Era deber del historiador interpretar dicho pasado ateniéndose a evidencias. Algo que venía haciéndose desde la más remota antigüedad. ¿Cómo, si no, hubiese escrito Edward Gibbon su historia sobre la decadencia y caída del Imperio romano? 

Sin embargo, si hay una cosa que no es estática es el pasado. La gran historiadora canadiense Margaret MacMillan lo explicaba con un viejo chiste de los tiempos soviéticos: “No hay cosa que cambie tanto como el pasado”. Hacía referencia a la costumbre de que, cuando ciertos protagonistas de este caían en desgracia, sus nombres desaparecían de fotos, de artículos e incluso de sesudos ensayos en la Enciclopedia Soviética. Luego, algunos volvieron a reaparecer como si no hubiera pasado nada. 

Reconozco que, en tales condiciones, la tarea del historiador se hacía un poco más complicada de lo que es en realidad. 

Ahora las circunstancias son diferentes. Mucho de lo que se escribe sobre el pasado fluye de alguna manera hacia un repositorio, una biblioteca. Incluso se digitaliza y perenniza. Por lo menos mientras existan los instrumentos técnicos que permitan leer tales versiones. 

Sin embargo, la profesión de historiador, academizada a lo largo de los decenios positivistas y racionalistas del XIX cuando la historia aspiró a tener consistencia científica, se ha devaluado. Hoy, cualquier hijo de vecino con acceso a un ordenador se cree en el derecho de opinar y de difundir sus conocimientos, sea cual sea su procedencia, en el amplio mundo digital. Las redes han democratizado hasta límites insospechados la capacidad de intervenir en un debate con opiniones que otrora no hubieran salido del entorno de una tertulia de café.

Es vano quejarse de ello. Los avances tecnológicos son irreversibles e imparables. Continuarán y se acentuarán. Solo el cielo es el límite. Además, la acumulación y democratización del conocimiento no es de por sí algo negativo. Antes al contrario. Es -y en mi modesta opinión debe ser- una pieza fundamental de cualquier concepción acerca de los avances deseables en un sistema democrático. La educación para todos fue siempre una aspiración de los pensadores más razonables del pasado (aunque hubo excepciones). Es una conquista de la civilización a defender por todos los medios.

Con todo, parece evidente que esa difusión del conocimiento, pero también de lo que servidor se permitiría denominar “anticonocimiento”, no está exenta de riesgos o, por lo menos, de trampantojos. No todas las opiniones valen. A algunas se llega mediante procesos exigentes de investigación, reflexión y contrastación inter pares. Otras se lanzan alegremente a la red basándose en suposiciones, cuentos chinos (con perdón) o meras ganas de provocar. Las redes son también un instrumento de manipulación. 

Este es el caso de uno de los países más tecnológicamente avanzados del mundo, Estados Unidos. Como es obvio, ha sufrido durante años. Tal vez sufra algunos más en el próximo futuro. Hemos visto las consecuencias de la manipulación de las redes desde la mismísima Casa Blanca. También desde un partido político otrora responsable. En todo caso, potenciados por una caterva de opinadores sin freno sobre todo lo divino y humano. Un expresidente consiguió la proeza de diseñar, mantener y propagar una realidad paralela, basada en no hechos, rebautizados como “hechos alternativos”. ¡Un hallazgo!

Servidor no tiene ni la varita mágica ni la bola de cristal necesarias para enseñar cómo abordar tales “hechos alternativos”. Sesudos tecnólogos, politólogos, sociólogos, periodistas, teóricos del conocimiento, etc. están en la tarea. 

Mi experiencia es mucho más prosaica. El pasado ha quedado reflejado de diversas maneras en huellas materiales (documentos, monumentos, campos de batalla, fosas, residuos de campos de concentración y de exterminio). Si estas huellas pueden afrontar las inclemencias del tiempo y los efectos del cambio climático no todo está perdido. 

A la “ciencia” de los hechos alternativos hay que oponer las ciencias de la realidad, tanto de cara al presente como de cara al pasado. Ciertamente, hoy no estamos como en los tiempos de Gibbon. Él se basó en historiadores romanos, estableció un método y una forma de crítica. Se trata de un clásico porque, aunque sus contenidos han quedado ampliamente superados, su enfoque respondía a un tipo de racionalidad que no se ha agotado. 

Hoy incluso se habla de historia en casos en los que en el pasado no se hubiera utilizado. Historia de la tierra. Historia del tiempo. Historia del clima. Son, en mi modesta opinión, extrapolaciones sin base real. 

La historia no es simplemente evolución. Exige la agencia humana. Hombres y mujeres que actúan, viven y mueren en condiciones dadas. No las crean conscientemente. Les vienen transmitidas desde el pasado y/o son productos de los esfuerzos de generaciones anteriores por modificarlo. 

Para el investigador es una disciplina: una forma de pensar. No aleatoria. Se basa en una metodología, en un savoir faire. Las afirmaciones que hace el historiador genuino (no los cantamañanas) no son gratuitas. Deben tener una referencia íntima y directa a realidades pasadas, aprehendidas con toda la panoplia de instrumentos técnicos disponibles en una época y en un tiempo determinados. 

Son de muy diversos tipos y sometidos a constante proceso de cambio. Los testimonios personales, si no están fijados en algún soporte material, se evaporan. Si están fijados, se convierten en “evidencia”. Compete al historiador enjuiciar su mayor o menor adecuación como materiales explicativos de alguna parcela de la realidad pasada. 

Una forma de entrar en materia estriba, para mí, en leer y releer Montaillou. La historia y tragedia de una diminuta aldehuela occitana interpretada por el gran historiador francés Emmanuel Le Roy Ladurie. Con base en documentación de la Inquisición (Santa Inquisición habría, para algunos, que decir) reconstruyó una gran parte de la vida, amores, rencillas, pugnas y peleas de los habitantes del pueblecito. De no haberse conservado, no hubiera sido posible sacar aquel diminuto panel del pasado occitano a la luz de nuestra contemporaneidad. 

O, en el otro extremo, leer y releer El queso y los gusanos, de Carlo Ginzburg. Microhistoria en estado puro, como eran las creencias de un molinero italiano, víctima también de la “Santa” Inquisición, sobre el origen del mundo, la relación del hombre con la divinidad en una especie de teogonía en trazo grueso. 

¿Y para qué? No solo para explicar la sed de conocimiento inherente en el ser humano. También para indagar en nuestros orígenes. Ya remotos, ya más próximos. Porque los “hechos alternativos” han llegado para quedarse, envueltos además en ropaje “seudocientífico”. Nunca ha sido más necesaria, en mi opinión, la buena historia que en los momentos actuales. 

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