Beyoncé se cargó el periodismo
Cada vez que alguien pronuncia las palabras “preguntas pactadas”, David Frost se revuelve un poquito en su tumba. Los restos del hombre que lanzó dardos a través de su dentadura color perla y arrancó un sonado mea culpa a Nixon tras casi treinta horas de entrevista, deben de estar temblando ante las últimas noticias sobre Vogue.
Ahora resulta que el número especial del año, la gran rentrée de la revista de moda más poderosa del planeta, no se decide en la redacción, sino en una sala de apuestas en la que Beyoncé ha pujado más fuerte. En un acuerdo que los responsables de la exclusiva califican como sin precedentes, la diva se ha hecho con el control absoluto del número de septiembre: portada, imágenes del interior, textos y una entrevista que no es tal y que solo calificarla así es un insulto para la profesión.
Beyoncé ha pasado la bayeta por la larga trayectoria racista de Vogue y se ha llevado por delante la ética periodística. No es culpa de la cantante, cuyas exigencias han conseguido que la revista fiche al primer fotógrafo negro en 126 años de historia y que la junta directiva se lo haya apuntado como tanto. La culpa es de quien cede el contenido propio a la publicidad encubierta, aunque en este caso el producto que se venda es la ideología de Beyoncé, sus lecciones feministas y antirracistas, y a nadie le parezca mal del todo.
Hay poco que criticar sobre las palabras de una mujer que siembra conciencia cada vez que abre la boca y da un golpe de cadera. Pactó con Vogue sinceridad a cambio de que no le tocaran ni una coma de su texto, y ambas partes han cumplido. Por muy plausible que sea el resultado de su testimonio -que lo es-, también sienta un dañino precedente en los medios de comunicación tradicionales, ya bastante vendidos a la publicidad como para también claudicar ante las celebrities.
“¿Quién mejor que Beyoncé para escribir sobre Beyoncé?”, defendía Anna Wintour tras la filtración del peligroso contrato que ha colocado sobre la mesa. Jura que lo ha revisado todo mientras le asoma la nariz de madera, porque sabe que es obligación de una editora jefe proteger a su medio y respetar el trabajo de sus subalternos. Y si no es así, al menos que no pillen al ilustre de turno con las manos en tu masa.
Algunos dicen que es su despedida de Vogue por todo lo alto. El diablo que viste de Prada se retira habiendo conseguido píldoras de opinión de una diva blindada ante los medios y vendiendo más baratas sus páginas de información que las de anuncios de bolsos y perfumes.
Los apagones de entrevistas, las preguntas pactadas, los asuntos prohibidos y la post edición son agravios que los periodistas callamos y permitimos demasiadas veces. No los han inventado Wintour ni Vogue. El periodista nunca debe sobresalir por encima del personaje, pero debe estar ahí para mediar entre el público y la brutal campaña de imagen que trae el entrevistado de casa. Crea el ambiente de confianza y a la vez mira con el ojo crítico para conseguir más información de la que ofrecería el famoso en sus redes sociales, por ejemplo. En este caso, Vogue se ha limitado a comprar un post del Instagram de Beyoncé por un cheque de miles de dólares.
Salvo contadas excepciones, como el número cedido a Dalí o la anterior portada con Beyoncé sin preguntas, la revista había jugado limpio en este terreno, y si no que se lo digan a los sufridos redactores. Pasan las doce pruebas de Hércules para conseguir una silla en esa oficina porque, hasta hace poco, un medio de comunicación centenario tenía más que ofrecer a una celebridad que viceversa.
Ahora las tornas han cambiado y el quid pro quo no está claro. Antes eran primicias a cambio de trascendencia; en este momento, es servilismo por unas cuantas visitas en la web.
Puede que esto se convierta aún más en costumbre o que pasen cien años hasta que haya otra mujer tan poderosa como para poner contra las cuerdas a un templo de la moda. También puede que Vogue deje de ser racista o que lo del fotógrafo negro haya sido una dádiva para contentar a su bienquerida. En cualquier caso, qué distinta sería la historia si Nixon se hubiera enfrentado aquella noche a un papel en blanco y no al incisivo colmillo de Frost. No sería distinta, sería peor.