Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.
La portada de mañana
Acceder
El ataque limitado de Israel a Irán rebaja el temor a una guerra total en Oriente Medio
El voto en Euskadi, municipio a municipio, desde 1980
Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Europa ha dejado de ser segura

El presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, en una fotografía de archivo. EFE/EPA/JULIEN WARNAND

17

Más allá de la guerra de Ucrania, cuyo futuro es hoy por hoy un misterio, lo que ha ocurrido en estas dos últimas semanas ha cambiado el panorama internacional, y sobre todo el europeo, en una medida hasta ahora inimaginable. Y preocupante. Para algunos, incluso tétrico. Vladímir Putin ha destruido de un golpe los equilibrios en que se basaba la estabilidad geopolítica, y seguramente también económica, de nuestro continente. Pase lo que pase en el inmediato futuro, incluso descartando un agravamiento radical del conflicto, ya nada de lo fundamental podrá ser igual y habrá que reconstruir el entramado sobre bases nuevas.

Porque lo que ha puesto en cuestión la invasión rusa ha sido la paz, que ha sido la clave de la marcha de Europa desde el final de la segunda guerra mundial y a la que se han destinado los principales esfuerzos de la política continental. Con la excepción de la guerra de los Balcanes, en la que algunos países, particularmente Alemania, perdieron ese norte, todo el trayecto europeo en los últimos 75 años ha estado marcado por ese objetivo. Hasta el punto que las sociedades europeas, entre ellas la nuestra, creyeron que ese era un logro totalmente alcanzado y que cabía mirar a otros horizontes.

El día que Vladímir Putin advirtió que podía utilizar su arsenal nuclear para disuadir a quien pretendiera frenarle en lo que él considera sus justas reivindicaciones sobre Ucrania, ese espejismo se disolvió en un instante. No porque fuera una amenaza real, que puede que también lo fuera y que lo siga siendo, sino porque ni siquiera en los peores momentos de la Guerra Fría, hace 50 o 60 años, ningún dirigente de uno y otro lado osó explicitar que ese peligro existía. Putin ha perdido el respeto a los tabús sobre los que también estaba montado el equilibrio internacional. Seguramente porque también ha perdido el respeto a sus rivales.

Alguien dirá que tenía que pasar algo así. Que algún día tenía que tener su coste, y no pequeño, el fin del imperio norteamericano, de la hegemonía de Estados Unidos en la escena internacional, o el radical alejamiento de Europa por parte de Donald Trump, o la fulgurante aparición de China como contrapeso de casi todo, también de Europa, o la crisis de la Unión Europea -Brexit incluido- incapaz desde hace años para hablar con una sola voz y, por tanto, más débil que nunca, o el fracaso de la acción occidental en Afganistán y en Oriente medio.

Aunque sepamos muy poco de lo que ocurre en el Kremlin -y la inútil y cargante demonización cotidiana de Putin y de los suyos a la que cada día se abandona cada día la mayor parte de nuestra prensa no resuelve ese fallo gravísimo-, es muy probable que los dirigentes rusos tuvieran muy en cuenta todos y cada uno de esos factores a la hora de lanzar su desafío.

Y golpear cuando se cree que el rival está débil es la afrenta que Occidente no puede tolerar. Además de la solidaridad con el pueblo ucraniano, ese es el motivo principal de la reacción occidental. Los dirigentes europeos y norteamericanos se han sentido golpeados en donde más les duele a las personas. En su orgullo.

Es imposible prever cómo acabará la guerra de Ucrania. El relativo descenso de intensidad de la presión militar rusa -en el supuesto que se confirme, puesto que también de esto se sabe poco, por mucho que nuestras televisiones dediquen decenas y decenas de horas al asunto- podría sugerir que el horizonte podría abrirse en breve algo parecido a una negociación. Que podría llegar a buen término si, entre otras cosas, Ucrania renunciara, de manera contundente y convincente, a cualquier acercamiento a la OTAN y seguramente también a la UE.

Veremos si eso posible. Lo que no se puede vislumbrar de ninguna manera es cómo Europa va a reconstruir sus relaciones con el gigante ruso, un vecino al que no se puede ignorar y del que no se puede prescindir. Y hacerlo, además, sola, sin apoyos externos. Porque está claro, ahora más que nunca, que Estados Unidos va ir por su cuenta en ese nuevo escenario. Lo único que cabe esperar es que no lo haga contra Europa.

Para horror de algunos, de la misma manera que últimamente la guerra ha unido a Europa más que la paz, es muy posible que un rearme militar para hacer frente a la eventual amenaza rusa sea el mejor pegamento para volver a unificar el continente. Si eso fuera así, a medio y largo plazo, buena parte de las líneas de acción y de los presupuestos ideológicos de la Europa unida perderían su vigencia o, cuando menos, mucha fuerza. Y los movimientos pacifistas tendrían que aceptar que la guerra ha dañado bastante su relevancia. Por no hablar del cambio sustancial que habría de sufrir la política económica europea, la de Unión y la de sus países miembros, para hacer frente al aumento de los gastos militares que se derivarían de esa orientación. O de las consecuencias políticas que esa neo-militarización tendría sobre los algunos escenarios nacionales.

Antes de comprobar si eso ocurre, que puede ocurrir, habrá que atender a otro frente crucial: el de la reconstrucción de las relaciones económicas con Rusia, gravísimamente dañadas por las sanciones adoptadas contra Putin. Si, como es previsible, el empobrecimiento de la ciudadanía rusa no provoca un levantamiento contra el poder, y si, de la manera que sea, sobre todo gracias a sus relaciones con China, Rusia consigue sobrevivir a las sanciones sin una destrucción sustancial de su tejido productivo, el problema de esa reconstrucción será más de Europa que de Moscú.

Será ese momento, dentro de no muchos meses, de comprobar hasta qué punto es sólida la unidad europea que se ha fraguado en los últimos días. Porque no cabe excluir deserciones si la necesidad de gas, de cereales o de exportar empiezan a apretar. Y previendo que ahí también Estados Unidos hará la guerra por su cuenta, sabiendo, además, que en las elecciones legislativas norteamericanas de noviembre, el nacionalismo marcará todas y cada una de las propuestas.

A la hora de hablar de futuro incierto tampoco se puede olvidar a los dos millones largos de refugiados ucranianos, que pueden ser tres a finales de este mes, que han llegado a territorio de la Unión Europea. Darles un mínimo cobijo y asentamiento es un reto sin precedentes, casi imposible de resolver si no pensando que el día que se acabe la guerra muchos de ellos volverán a Ucrania. Pero seguramente otros muchos, no. Porque habrá que ver cómo queda Ucrania tras la guerra, si es que esta acaba algún día.

Eso, si salen medianamente bien las cosas, o sea si la hipótesis más optimista, es un decir, la de una negociación entre rusos y ucranianos para poner al conflicto se produce en un horizonte razonable de tiempo. Pero otras eventualidades son igualmente posibles. Putin puede tener otros objetivos adicionales. Y aunque pueda parecer irracionales, puede intentar alcanzarlos. Porque, hoy por hoy, tiene la mano. La mano del horror, sí. Pero la mano. Y Europa sólo podrá reaccionar cuando esas eventuales intenciones aparezcan claramente. Es decir, tarde. Cualquier otra opción sería en estos momentos mucho peor.

Etiquetas
stats