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La falsa legitimación de la monarquía

El rey emérito, Juan Carlos I

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Una de las sesiones que impartía en la universidad en la asignatura de política comparada era sobre la legitimidad de los regímenes. Es uno de los elementos esenciales para que la forma de gobierno se mantenga sin destinar demasiados recursos a la represión. Si un régimen es legítimo, los ciudadanos obedecen al poder porque creen que es lo correcto y no solo por miedo a no ser castigados. La legitimidad, por tanto, es un elemento bastante codiciado por los gobernantes que no lo poseen. Por eso muchas de ellos utilizan diferentes fórmulas para poder conseguirla. Rousseau tenía claro que era importante pasar de la represión a la legitimidad y lo resumía así: “El más fuerte nunca es lo bastante fuerte como para ser siempre el amo, a menos que transforme la fuerza en derecho y la obediencia, en poder”.

Las democracias, generalmente, tienen niveles de legitimación altos, ya que las reglas con las cuales se elige al gobernante son ampliamente aceptadas. No ocurre lo mismo con las dictaduras, por ello emplean diferentes fórmulas para conseguir esa validez:

1) Las dictaduras con gobernantes hereditarios, como las monarquías saudíes, se amparan en las leyes divinas o en la tradición para considerar a los descendientes como gobernantes legítimos.

2) También están aquellas dictaduras que basan su legitimidad en atributos individuales: como el carisma. Jomeini o incluso Hugo Chávez utilizaban este recurso para mantenerse en el poder y convencer a sus ciudadanos de que eran los mejores líderes a los cuales podían aspirar.

3) Otras dictaduras utilizan la defensa ante un enemigo exterior o la voluntad de llegar a una igualdad social para mantener el régimen, como pasa en Cuba. Los ciudadanos pueden estar conformes con esa forma de gobierno ya que pueden considerar que es la mejor para conseguir cierta equidad.

4) Finalmente, existen dictaduras que emplean los buenos resultados económicos para poder aferrarse al poder. Es lo que se llama la “legitimidad basada en el rendimiento”: los ciudadanos aceptan un régimen dictatorial porque consideran que este tipo de régimen beneficia a la economía del país. Es decir, legitiman el régimen por las consecuencias que éste produce.

Con la huida de España del rey emérito se ha puesto en una situación más precaria la legitimidad que tenía la monarquía. Ya desde hace una década va cosechando suspensos en la valoración que le hacen los ciudadanos -a pesar que el CIS no ha querido incluir en sus encuestas la pregunta desde 2015. Aunque la legitimidad de una institución, como la monarquía, es diferente a la de un régimen, estos últimos días me ha sorprendido ver que muchos articulistas y opinadores han utilizado las fórmulas antes mencionadas para incrementar la legitimidad de la corona española. “La monarquía es más barata que la república”, rezan algunos. Este argumento se asemeja mucho a la legitimidad por rendimiento económico. Incluso hay algunos que muestran que las monarquías parlamentarias tienen mejores indicadores sociales y democráticos que las que no lo son. Es decir, aunque fuera así, este argumento da validez a la monarquía por una cuestión de resultado. También hay otros que dicen que “es mejor un rey preparado que uno que tal vez no lo esté”, similar a la legitimidad del agente o del carisma. Ya anteriormente se había legitimado al rey emérito así, y muchos se autodefinían como juancarlistas, dotándole de un carisma especial. La mayoría de estas argumentaciones apelan a las consecuencias, a los potenciales resultados que produce la monarquía. Pero en lo que deberíamos fijarnos no es en aquello que produce, sino en las reglas que mantienen esa institución. Cuando se defiende que una democracia es mejor que una dictadura, no se tiende a argumentar que es mejor porque es una institución más barata que una dictadura, con unos líderes más carismáticos o porque produzca mejores resultados económicos que otros regímenes. Se asume que es deseable porque los ciudadanos pueden decidir quien está al frente de esa institución –con una relación de representación más fuerte- y, además, deben rendir cuentas si no actúan adecuadamente.

La monarquía española, aunque sea dentro de una democracia parlamentaria y con pocos poderes efectivos, acepta la idea de que es una posición hereditaria que pasa de padres a hijos solo por el hecho de tener la misma sangre. Y cuando digo padres e hijos no hago referencia a un masculino genérico, sino que, además, en la Constitución Española, se prioriza los herederos de sexo masculino. Este tipo de reglas no se pueden defender por sí mismas ya que son poco democráticas y sexistas. Legitimar la monarquía por los resultados que produce es una falacia ad consequentiam. Se debe valorar las reglas o la premisa inicial, si no es fácil caer en un juicio erróneo.

Seguramente, en los próximos años, se desarrollará una Ley Orgánica para poder fiscalizar y hacer más transparente la institución y, así, poder mejorar su valoración. Es de los pocos elementos que se podrán modificar, dado el blindaje de la Constitución en esta área. Como está planteada la reforma hace casi imposible que, con la actual correlación de fuerzas, se modifique. Sin embargo, las reglas detrás de la monarquía son indefendibles desde un punto de vista apriorístico.

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