¿Qué harían el PP y Vox si Sánchez sigue en la Moncloa tras las elecciones?
Anda tan alborotado el corral político que resulta difícil hacer pronósticos sosegados sobre lo que puede ocurrir en este año electoral. Las diferentes prospecciones sobre intención de voto que se vienen publicando de cara a las elecciones generales no hacen sino mostrar la volatilidad de la opinión pública: en algunas el PSOE encabeza la lista, en otras lo hace el PP, mientras que las demás formaciones ganan o pierden puntos según el sondeo que se consulte y las fechas en que se haya realizado el trabajo de campo. Hablo de encuestas que me inspiran confianza, no de las que se nota a la legua que han sido cocinadas con desfachatez en los fogones de la empresa demoscópica amiga.
En lo único en lo que coincide la práctica totalidad de los sondeos es que ninguno de los dos partidos mayoritarios tiene posibilidad de conseguir la mayoría absoluta en el Congreso, por lo que tendrán forzosamente que tejer alianzas, cuando no coaliciones de gobierno, para lograr la investidura. Consciente de esta realidad, y seguramente alentado por los datos que manejan los estrategas de Génova, Alberto Núñez Feijóo propuso semanas atrás al PSOE un pacto para que gobierne la lista más votada, si bien luego matizó que se refería a los comicios municipales de mayo próximo. El PSOE, que en otras circunstancias ha lanzado la misma propuesta, ha dicho esta vez que ni hablar, seguramente frotándose las manos ante la perspectiva de que los populares tengan que entregarse en manos del muy incómodo Vox para gobernar en más de un ayuntamiento.
En ese escenario sinuoso, en el que no está escrita la última palabra, observo en ciertos sectores progresistas un clima creciente de desánimo, por no decir resignación, ante lo que pueda suceder en las elecciones generales de noviembre o diciembre (la fecha no está aún cerrada). “No hay nada que hacer”, “la derecha va a arrasar”, escucho aquí, allá y acullá. En todas las conversaciones se cita invariablemente la polémica desatada por la ley del solo sí es sí como la causa de que la derrota en las urnas no tenga ya marcha atrás. Unos culpan de la catástrofe al Ministerio de Igualdad, con el argumento de que no previó las consecuencias de ciertos aspectos punitivos de la ley; otros acusan al socio mayoritario del Gobierno, con el presidente Sánchez a la cabeza, de no haber tenido la valentía de defender una ley positiva para la protección de las mujeres y haber sucumbido al marco de debate –“los violadores están en la calle”, “las mujeres están más amenazadas que nunca”, etc.- impuesto hábilmente por la derecha.
En mi opinión, la ley impulsada por Igualdad se habría podido defender mucho mejor de lo que se hizo, incluso asumiendo su desagradable –y siempre dificil de explicar- efecto colateral de la revisión a la baja de penas en determinados casos. Sin embargo, en vez de coordinarse una estrategia común de defensa de una ley indudablemente progresista, que refuerza la protección de las mujeres, la ministra Montero afirmó -erróneamente, como se había de demostrar después- que en ningún caso un agresor se beneficiaría de rebaja de penas y, cuando se presentaron las primeras revisiones de sentencias, lo achacó genéricamente al machismo y conservadurismo de los jueces. A su vez, los socios mayoritarios del Gobierno, abrumados por el revuelo causado por este efecto específico de la ley, comenzaron a guardar distancias, como si no la hubieran defendido a rajatabla en su momento y participado en su aprobación. La derecha había conseguido su objetivo de enturbiar el nacimiento de una buena ley; PSOE y Podemos habían picado el anzuelo.
El daño ya está hecho, y solo cabe esperar que se supere de la mejor manera posible, sin desnaturalizar una ley trascendental que ha colocado para siempre en el centro del debate la largamente ignorada y vilipendiada libertad sexual de las mujeres. Ahora bien, hay una segunda razón, esta de índole eminentemente política, por la que resulta deseable un acuerdo entre los socios de Gobierno. Dicho acuerdo reconduciría la posibilidad de llegar ilesos al fin de la legislatura y –quién sabe- conseguir en las elecciones generales unos resultados que permitieran la continuidad del progresismo en la Moncloa, ya sea mediante una coalición de gobierno como la actual o ampliada a más socios, o mediante alguna otra fórmula de colaboración. Más allá de las ventajas que tendría en este momento la prolongación de un Gobierno progresista –imaginen cómo gestionarían los neoliberales del PP la complicadísima coyuntura económica actual-, sería una magnífica oportunidad para calibrar la resiliencia democrática del principal partido de la oposición y de su hermano ultra.
La derecha sigue sin digerir que Sánchez esté sentado en la Moncloa: tacha al Gobierno de “ilegítimo” y de aliado de la ya inexistente ETA; se niega a renovar el órgano de gobierno de los jueces como ordena la Constitución; organiza o participa en manifestaciones callejeras para desestabilizar al Ejecutivo; intenta torpedear sus iniciativas para conseguir fondos europeos, sin importarle que beneficiarán al conjunto de la sociedad; anima a oscuros sindicatos policiales a revolverse contra Sánchez… La pregunta es qué harían el PP y Vox si las fuerzas progresistas consiguen mantener tras las próximas elecciones las riendas del poder otros cuatro años. Peor aun: qué harían si Sánchez logra seguir en la Moncloa habiendo obtenido menos votos que Feijóo. “Da miedo pensar en la reacción de PP y Vox si Sánchez gobierna sin ser el más votado”, decía el politólogo Lluís Orriols en una entrevista reciente a este diario. Sería un examen muy interesante a nuestra democracia que se den las circunstancia para confirmar si ese comprensible miedo es o no fundado.
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