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Las horas más amargas de la ciencia climática

Miembros de Rebelión Científica protestan frente al Congreso contra la pasividad de los gobiernos ante la emergencia climática.

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Los acuerdos como el de París para mantenernos dentro de los márgenes de seguridad climática han fracasado. Tras más de 30 años de investigación, informes, publicaciones, conferencias, talleres y noticias, los científicos que trabajamos en las causas, impactos y formas de mitigar el cambio climático nos vemos obligados a cambiar de lenguaje. Porque el lenguaje sereno y académico empleado hasta ahora no ha servido para que tomemos medidas a la altura de la gravedad del problema.

“Son las 7 de la mañana del miércoles 6 de abril de 2022. Nervioso, miro por la ventanilla del tren el hermoso encinar del monte de El Pardo, pero apenas me tranquiliza hacerlo. No quiero ir al Congreso de Diputados. Hoy no. No quiero gritar lo que está pasando. Tengo muchas cosas que hacer. Tengo miles de excusas y motivos para no ir. Tengo mucho trabajo pendiente, artículos que escribir, proyectos que evaluar, experimentos que analizar. Apenas he dormido esta noche. Llevamos tres días largos e intensos de preparar la rebelión científica. Tras atender a los medios explicando por qué el resumen para políticos del último informe del IPCC no sirve para detener el cambio climático nos hemos embarcado en multitud de ruedas de prensa, entrevistas, reportajes acelerados, mientras se acercaba el día en el que científicas y científicos de 25 países cruzaríamos la línea roja de la desobediencia civil. ”

“Tengo miedo. Quiero volver a la cama, o irme al laboratorio. No quiero enfrentarme a la policía. No sé bien qué es lo que va a pasar”.

“En mi cabeza retumban las críticas tras las primeras acciones en las que nos tachan de vándalos. Recuerdo mi visita anterior al Congreso, tres años atrás. Vestido con mi chaqueta y armado con mis diapositivas, acudí para explicar, una vez más, las causas y las consecuencias del cambio climático. España estaba debatiendo la ley de cambio climático. La ley nacería tarde y pequeña, pero le di la bienvenida, la teníamos que aprender a querer. Teníamos que hacerla crecer en ambiciones, acompañarla de más medidas, de más leyes. Había que acelerar la transición. Pero todo eso tendría que esperar porque sobrevino la realidad. La realidad anunciada hace 30 años por los científicos, la realidad que anticipaba el informe Meadows hace medio siglo al analizar ya en aquel entonces los riesgos del crecimiento continuo en un planeta finito. La realidad tomaría forma de covid-19. Y de nuevas peleas políticas. Y de nuevas y mayores crisis económicas, energéticas, sociales… Y Putin invadió, finalmente, Ucrania, mientras los camiones invadían las calles. Nadie hizo conexiones. Unas noticias taparon a otras. Nadie vio ni ve que todo está relacionado porque tienen el mismo origen: nuestro uso desmedido de los combustibles fósiles, nuestra degradación acelerada del medio ambiente. Pero todos estamos tan ocupados con las noticias que no tenemos tiempo de entenderlas. Un gamo salta entre las jaras y me recuerda que sigo en el tren hacia un destino que no he elegido”

“Agarrado a mi bata blanca y a mi botella de agua tintada de rojo me reúno con un centenar de personas tan nerviosas y emocionadas como yo. Reconozco varias científicas. Nos abrazamos como si nos despidiéramos.”

“Un policía me atrapa mientras dos científicos logran verter el agua roja por la fachada del Congreso de Diputados. Me quedo inmóvil, la consigna es no forcejear, no resistirse. Pero somos muchos y en ese momento hay apenas media docena de policías. Me agarro a la pancarta. Una larga y hermosa pancarta con la evolución de las temperaturas de la atmósfera en el último siglo y medio, y las palabras Alerta Roja: escuchad a la ciencia. La chica de al lado está temblando de miedo. Yo miro a los compañeros sentados en el suelo. La policía nos empuja, nos da muchas órdenes. Paso mi brazo libre por el hombro de la muchacha que tiembla. Nos calmamos los dos. Llegan seis furgones de policía, haciendo mucho más ruido que nosotros. Decenas de paseantes se paran a ver qué pasa y a tomar fotos. Un diputado sale del Congreso a mostrarnos su apoyo. Muchas cámaras de televisión y muchos micrófonos de la prensa nos rodean antes que la policía. Explicamos gritando lo que pasa. En realidad, lo que no pasa. La tremenda inacción climática. Una inacción tan violenta que es responsable de la muerte de decenas de millones de personas cada año. Muchos más muertos que la covid-19. Muchos más que en la guerra de Ucrania.”

“¿Qué hago ahí? Me lo preguntan los periodistas, me lo pregunto yo mismo. ¡Que diferente estar a este lado de la puerta del congreso gritando y ensuciando las escaleras con agua roja frente a estar del otro lado explicando detalladamente el efecto invernadero y cómo reducir la emisión de los gases que lo provocan! ¡Cómo deseaba volver cuanto antes a las clases de la universidad, a descifrar a los alumnos los efectos ecológicos en cascada de calentar la atmósfera o los puntos de inflexión climática que estamos activando o los límites planetarios que estamos rebasando!”

“La policía nos agarra de brazos y piernas. Nos traslada lejos de la fachada del Congreso, a la plazoleta de enfrente. Nos recogen los documentos de identidad. Un taxista se detiene y nos grita ¡Vándalos! Lo hace sin reparar en que el rojo había desaparecido de la fachada y las escaleras del congreso, y que una brigada de voluntarias y voluntarios había recogido todos los papeles, botellas y desperdicios de la zona. La radio ya había emitido decenas de comunicados sobre nuestra acción de rebeldía, la televisión también. Medios internacionales nos hacían más y más preguntas en inglés. Cadenas autonómicas grababan falsos directos con varios de nosotros. Cualquiera que asomaba ante un micrófono era agarrado amablemente del brazo e invitado a entrar al cerco policial establecido en el centro de la plaza de las Cortes, bajo la mirada distraída de Miguel de Cervantes. Estaríamos retenidos varias horas más hasta que todas y cada una de las denuncias contra todos y cada uno de nosotros fueran escritas a mano en un papel autocopiativo. Habían pasado ya seis horas desde que me levanté. Teníamos frío, hambre y un gran nudo en el estómago. Nos preguntábamos si todo aquello serviría para algo, si llegaría a reducir, aunque fuera solo un poco, el maquillaje de la realidad climática. Nuevas lágrimas, nuevos abrazos. Sabemos que tocará repetir. Una y mil veces. Los tiempos de informes, artículos y conferencias están quedando atrás. Vienen tiempos de huelgas, protestas y desobediencia. Los científicos y las científicas no sabemos gritar ni manchar paredes ni parar el tráfico. Pero sabemos hacer bien una cosa: aprender. Y estamos estudiando el nuevo lenguaje para comunicar la gravedad del cambio climático”.

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