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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Juicios y condenas en la plaza pública

Verónica Forqué

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Esto viene de muy lejos. El espectáculo en la plaza pública del despelleje, tortura, escarnio y ejecución de seres humanos contaba con una amplia audiencia en siglos primitivos, cuando las diversiones escaseaban para el populacho. Y no era tan distinto del que ahora se disfraza de entretenimiento e incluso de información en el colmo del colmo. La muerte, por probable suicidio, de la actriz Verónica Forqué llegaba tras un largo fin de semana en el que la vida de Juana Rivas y su hijo se exponían de arriba a abajo en el escenario. Esta sociedad ha traspasado los límites y habría que ponerle contundente freno.

Un juez que no se significa precisamente por su ecuanimidad y templanza –vean-, que se ha tragado y difundido todos los bulos imaginables contra cuanto implique progresismo –vean-, suspende la libertad de Juana Rivas con un auto impresentable. El indulto del Gobierno es a la condena por el secuestro de sus hijos, a los que retuvo para que no fueran con su padre, pero el auto del juez Piñar osa meter otro caso del que no existen ni juicio ni condena, bajo el epígrafe de “presuntos abusos sexuales”. O los hay confirmados y sentenciados o no los hay. Es inaudito que se prive de libertad a alguien por algo “presunto”.

Del caso han hablado estos días juristas y expertos y parece clara la extralimitación del juez. Algo que precisaría respuestas, de existir un poder judicial actualizado que apostara por el rigor y que transcurridos varios días no ha dicho ni palabra. Lo terrible, tanto o más que lo expuesto, es cómo la prensa y amplios sectores ciudadanos se han sentado con palomitas para mirar y piedras para lapidar ante el calvario de esta familia.

 -¿Has leído el informe pediátrico?- me increpó un tuitero de ese sector. ¿Y él? ¿A cuento de qué lee informes pediátricos de alguien que no pertenece a su familia? ¿Qué hace una sociedad hurgando en los informes médicos de una criatura a la que han llevado varias veces al médico y a los juzgados para que la prensa pueda entretener al personal contando cómo defeca? Se había intentado preservar al menor de este acoso, sin difundir todo esto, pero vender clics prima sobre sus derechos. Porque, en serio, ¿alguien cree que eso es informar? ¿Qué aporta a la sociedad conocer detalles tan íntimos de un niño cuando no hay caso además? ¿Han pensado en el estigma con el que le cargan? ¿Para qué? ¿Para confirmar lo que algunos, ideológicamente, desean cierto?

Hemos llegado a un punto que exige el retorno urgente a la cordura, a la decencia. Tenemos sentencias judiciales que espantan, medios que suscitan grandes dudas sobre la veracidad de lo que cuentan y unos seres que como se traguen un bulo se van con él adentro hasta la tumba.

Los terribles procesos paralelos, el cadalso de las redes, van en aumento como si fuera la audiencia la que imparte justicia. Y una vez que condena aleatoriamente, en base a sentimientos exaltados, la pena es de cadena perpetua. Y es de odio feroz, sin tregua. Juana Rivas carga con los peores insultos y agresividad, pero también el Gobierno al que llaman “pederasta”. Y, claro está, periodistas preferentemente mujeres. No se puede ni preguntar, ni dudar. Los hechos son lo que ellos imponen y punto. Si ellos lo dicen, ya vale. Recuerdan a las ordalías medievales, retengan el término que como esto no se pare vamos a ver muchas.

Han podrido Twitter, Facebook anda cambiando hasta de nombre, WhatsApp es la gran cadena de transmisión de la calumnia y el rencor. Hay que tomar resoluciones efectivas. Estados Unidos echó a Trump de las redes y algo se ha apaciguado la maldad que esparcía. Quizás se les podría habilitar una red anexa para que se insulten entre ellos a placer.

Lo de Verónica Forqué es lo mismo y mucho más. La televisión ha ido degenerando como concepto hasta límites insospechados. Hay excepciones, por supuesto, numerosas, pero entre las tertulias de distracción y adoctrinamiento y los concursos resulta irreconocible respecto a unos años atrás. De repente surgen por esporas concursos de todo cortados por idéntico patrón, mucho teatro de la falsedad en la estructura y personas de carne y hueso apostando por ganar. Cocinando, cosiendo, planchando, cantando o haciendo contorsiones en el campo. Han de batirse, han de convertir su afición en competitiva y en doloroso el acceso al triunfo. Y no contentos con aspirantes anónimos, la fama se sirve también en el menú comiendo fama.

Estos programas, franquicias internacionales, suelen adaptarse a la idiosincrasia de cada país. ¿Qué nos está mostrando este cambio que cuenta la periodista y corresponsal de TVE Anna Bosch? De España y de sus medios...

Allí llegó la actriz Verónica Forqué a competir por el éxito con otros concursantes similares. A divertir al personal. Sufría depresiones desde hacía años: daba mucho juego por sus salidas de tono. El oficio de actor es duro para el día a día fuera de los grandes estrellatos. Carmen Maura, que los tuvo, decía aun así: “Lo más complejo de esta profesión es estar cuerda. Un día eres la más deseada y al día siguiente no te llama nadie”. Lo recordaba al conocer el trágico final de Verónica, otra actriz, Itziar Castro: “detrás hay mucho esfuerzo, mucha lucha, mucho sufrimiento a veces, y no siempre estás fuerte, no siempre puedes con todo”.

Disiento de esos programas y no suelo verlos pero se está difundiendo la despedida de Verónica Forqué cuando tiró la toalla para irse de Masterchef: fue un grito de socorro desesperado que alguien debió oír. Por ella y por cuantos de hoy en adelante se enfrenten a la exigencia perentoria del “todo por la audiencia”. Luego la jauría del odio la atacó sin medida, en artículos de prensa -recalcando con sorna el cambio de Verónica a Vero- y en las redes: la mandaban al psiquiatra como insulto. Repiensen esa deriva, por el bien de muchos.

He cubierto durante mi vida profesional varios juicios paralelos. El del asesinato de la joven Rocío Waninnkhof, en Cala de Mijas, Málaga, por ejemplo. Son dignos de verse en vivo, un curso intensivo sobre la condición humana. El autor se sienta en el banquillo, pero el corazón sin razones de la calle apunta a otro lado, a una mujer, aunque se haya demostrado su inocencia, no sin haberle hecho pasar una cruel agonía. Un proceso cargado de irregularidades y de presunciones. Su vida fue diseccionada y despellejada como mandan los cánones. Guiaban algunos medios y jaleó al infinito una chusma ciudadana. La vida real no era, ni es, un espectáculo para llenar el ocio. Y aquello fue a más sumando cauces para agrandarlo.

La pandemia de coronavirus, unida a la que infecta la vida política con una oposición volcada en lograr el poder por el medio que sea para ejercerlo a su modo, ha tenido un elevado coste emocional. Ya hablábamos en junio de la factura que nos estaba pasando como sociedad. Un sonar de todas las alarmas. Nos hablaban ya de que se habían duplicado los casos de trastornos mentales en niños: ansiedad, depresión. Un 40% más la anorexia y con casos más graves. Y habían aumentado las tendencias suicidas. Y eso que España batió un récord histórico en 2020, al asistir a la muerte por sus manos de 10 personas al día, hasta contabilizar la suma de 3.941. Y teniendo cifras irrisorias de atención a la salud mental:  11 psiquiatras y 6 psicólogos clínicos  por cada 100.000 habitantes. A la cola de la UE, solo por encima de Bulgaria y Polonia. Pero la tijera en Sanidad Pública de las políticas depredadoras –el Madrid de Ayuso en cabeza- no se detiene en estas menudencias.

El problema no es solo terapéutico, hay que frenar, erradicar, los focos del odio que no hacen sino incrementar la inestabilidad emocional. La tarea es ingente. Empecemos por aislarlos en las redes sociales de una forma radical y por dejar de entretener el ocio con la vida real de personas servida en el plato del espectáculo. No opongan la palabra censura, que lo que se está censurando en verdad son Derechos Humanos, valores esenciales y de convivencia.

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