La lámpara maravillosa
Un amenazador no es lo mismo que un matón. Los matones son otra clase de personaje, jamás actúan por su cuenta. Como en el amenazador hay un rasgo de matonismo, muchas veces se los confunde. Pero el matón siempre tiene un lugar donde volver, un apartamento en un callejón, la casa de su madre, su complicada familia. Transcurrida la jornada, el matón sabe que puede descansar o algo parecido.
En el amenazador, sin embargo, todo es tierra quemada. No hay espacio al que regresar. En este personaje, cada amenaza es un paso para seguir marchando como un viajero solitario en un paisaje helado, con nieve hasta las rodillas. Por esta razón, nunca se sabe si está avanzando o se está hundiendo.
La amenaza es su forma de relacionarse. Ama el poder, pero no quiere correr riesgos. Esto explica que aparezca revoloteando, como una polilla que va a quemarse, alrededor de cualquier político en alza. Es mejor aconsejar, igual que el médico de Sancho Panza en la ínsula Barataria, que subirse al Clavileño. Los viajes quijotescos pertenecen al mundo de los sueños, y el amenazador ha decidido no soñar. Lo mismo que un hipnotizador de barraca de feria, prefiere delegar su onirismo en los demás. Así, cree que ha encontrado la manera de ejercer el poder y permanecer libre de toda responsabilidad, pero, una y otra vez, olvida que el poder acaba siempre deshaciéndose de él. Bueno, hace como que se le olvida. Tiene una memoria prodigiosa, y su prodigio se llama resentimiento.
Como no puede mandar, amenaza. Es lo único que le permite su posición. Nadie ha amenazado en España tan bien como la Santa Inquisición. Por ese motivo, dentro de todo amenazador pervive un inquisidor. Igualmente su misión es depurar, limpiar la sociedad de estorbos y de indeseables. Las llamas de las viejas hogueras proyectan su reflejo en los ojos del amenazador. El fuego donde ardieron heresiarcas, opositores y rivales, está hecho de estallidos de ira, de deflagraciones internas, lo mismo que el fuego que hay dentro del sol. No es un Rey Sol, qué más quisiera, pero todo en él es absolutismo con teléfono.
En Cataluña somos más de proximidad, aquí nuestros amenazadores locales intimidan directamente a las periodistas en los camerinos de la tele autonómica, esto en su momento fue un notición. En todas partes, en definitiva, se creen los amos. Venía en aquella canción de La Dama Se Esconde, que se llamaba Amenazas. Desde entonces, ha quedado asociada al agua de lluvia cualquier amenaza. No por insustanciales, sino porque siempre están ahí.
El amenazador se considera valedor de quienes le protegen. Para soportar la humillación de saberse mejor que ellos, se ve obligado a tomar a todo el mundo por imbécil, empezando por quienes le han dado el trabajo. Respecto a su propia y profunda imbecilidad, la ha enmascarado de grosería para que nadie se acerque a verla. No le hace falta leer Los grandes cementerios bajo la luna, de Bernanos, para que le cuenten que la cólera de los imbéciles llena el mundo. Le basta con hacer sentir la suya a los demás.
En España, el amenazador tiene más de Don Berrinche (el personaje de los tebeos, de Peñarroya), que del Padrino (el mito de las películas de Coppola y de la novela de Mario Puzo). Pero, como toma a la gente por cretina, cree que nadie se da cuenta de eso, y cuando habla envuelve sus palabras en un tono de guion cinematográfico de tarifa española (el Aquí no paga nadie, que en el teatro de Dario Fo era un grito de rebeldía, en nuestro sector de la cultura define la economía de mercado). Entonces, el amenazador suelta frases lapidarias, del tipo: no es una amenaza, es un anuncio.
Usa estas expresiones porque la función del amenazador es anunciar un producto. Quien más se le parece es el vendedor de crecepelo. Su negocio consiste en comprar barato y vender caro. Busca entre los desperdicios algo a lo que sacar brillo y ofrecerlo como oro. Está convencido de que no se descubrirá la trampa, porque ya nadie rasca antes de votar. Como del desencanto pasamos a la desesperación, hoy la mayoría de la gente cree que, en política, si rascas no ganas. Ganar así tan solo es posible en el Rasca de la ONCE.
Si el amenazador toma confianza con quienes se le cruzan es para, después, poder amenazarles impunemente. Lo que menos soporta el amenazador es que le digan en público que está vendiendo chatarra. Únicamente él tiene derecho a estas palabras, y solo ante el espejo (solo, de solitario).
La diferencia entre el matón y el amenazador es la reputación. El primero carece de ella, el segundo la lleva pegada con brea para no desentonar con el color de su prestigio. Cuando el amenazador se mira al espejo, no ve su rostro, sino su fama deformándose. Ya no es él. Y esos chorretones tampoco son la fama que creyó alcanzar. Es lo mismo que le pasaba a Dorian Gray ante su retrato. Pero lo que en Oscar Wilde es producto del arte, en el amenazador es obra de la política.
Basta con volver a hojear las primeras historietas que le dedicó Peñarroya, para comprobar que, desde siempre, el amenazador ha sido un satélite del político corrupto. Así vemos que, al principio, el personaje Don Berrinche era el acompañante del Gordito Relleno, un estraperlista que se había cebado en la España del racionamiento (no es una interpretación del tebeo, lo decían los propios personajes antes de que se diera cuenta la censura). Así sigue todo. Actualmente, no hay político sin su amenazador, que suele ser alguien cercano y al que tiene por brillante.
A diferencia del político, el amenazador no tiene principios, solo instinto. Claro, eso en el caso de que el político tenga principios. Sea como sea, hay que exigírselos. Es un instinto básico el del amenazador. Esto le hace creerse conectado con el pueblo y, por eso, al inicio, parecen entenderse multitudes y amenazador. Hasta que, como en El club de la lucha, un día se rompe la magia y quienes le rodean se dan cuenta de que el amenazador lleva toda la vida hablando solo. Les ha fascinado su monólogo, pero lo habían malinterpretado, esperaban que fuese un diálogo con la gente, a la que ellos tampoco conocen.
El populismo es el pueblo, y por eso resulta tan peligroso e impredecible cuando se lo conjura. Esa historia siempre acaba mal. Entonces, alguien encierra al fracasado genio en su lámpara, cada vez menos maravillosa, cada vez más sospechosa, y la abandona en el desierto, hasta que, algún día, otra víctima de la vieja sed la frote de nuevo y le pida los tres deseos de siempre.
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