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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto (en accidente laboral)

Siniestralidad laboral

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En lo que tardas en leer este artículo se habrán producido diez, doce accidentes laborales en España. Seguramente más por ser lunes, día de mayor siniestralidad. Además, hoy morirán dos, quizás tres trabajadores. El año pasado en España murieron tantos como si seis aviones de pasajeros se estrellasen. Repito: seis aviones de pasajeros llenos. O como si diecisiete autocares cayesen por un precipicio. Eso solo en 2022. En los últimos 35 años han fallecido más trabajadores que habitantes tiene Soria. Juntos llenarían medio Bernabéu. Tres WiZink Center hasta arriba de currantes, todos muertos.

¿Se entiende mejor así? ¿No? Puedo seguir probando comparaciones, buscar otras unidades de medida, a ver si así nos impactan y se nos vuelven insoportables los datos que ha dado este mismo periódico en un magnífico reportaje: el año pasado murieron al menos 826 trabajadores en accidente; en las últimas tres décadas y media suman al menos 41.437. Subrayo en ambos casos “al menos”, pues serán bastantes más, ya que hay muertes que no se contabilizan como laborales, por tratarse de economía sumergida -que suele ser más precaria, con menos seguridad-, y otros que tardan años en ser reconocidos. Por no hablar de quienes mueren mucho tiempo después por enfermedades vinculadas a su profesión.

No se me ocurre ningún otro ámbito de la vida en que nos resulten tan indiferentes cifras de esa magnitud. Los accidentes de tráfico, tiempo atrás. La violencia machista en su día. Incluso el terrorismo durante años. En todos los casos acabamos por desarrollar indignación como sociedad, los gobiernos tomaron medidas, la justicia actuó, disminuyó el número de víctimas. Con los accidentes de trabajo, no. Ni siquiera los vemos, porque mueren de a poquito, de uno en uno. Cada muerte solitaria recibe una mínima atención, con suerte, de la prensa local o regional. Para salir en medios nacionales tienen que morir tres o cuatro en el mismo accidente. Para abrir un telediario, media docena. Para que haya funeral con autoridades, y el gobierno anuncie futuras medidas, deben caer más de diez juntos, y a veces ni así.

Pero el goteo no cesa. Solo de esta última semana, sin mucho buscar, un googleo rápido: un trabajador de 62 años en Canet d’en Berenguer (Valencia), al romperse el techo de uralita sobre el que estaba. Un hombre de 48 años en Agost (Alicante), tras una caída desde tres metros de altura. Un trabajador forestal de 23 años en Alfoz (Lugo) al caerle encima un árbol. Un hombre de edad desconocida, aplastado por un andamio en una obra en Granollers (Barcelona). Un transportista de 60 años en San Andrés del Rabanedo (León), al resbalar desde lo alto de la cuba de su camión cisterna. Un hombre de 45 años en Valverde (El Hierro), caído desde un andamio en una nave industrial…

¿Hace falta que siga? Tengo más, puedo llenar otro párrafo solo con los de esta última semana y sin mucho buscar. El recuento se parece a un premio de lotería, muy repartido por toda España. Y solo incluye a quienes caen de un andamio, son aplastados por un derrumbe o triturados por una máquina, esos que pueden ser inmediatamente reconocidos como accidente laboral. Muchas otras muertes tardan en ser vinculadas al trabajo, por no haber sangre caliente. Infartos y derrames cerebrales, por ejemplo, que a menudo se producen fuera del horario aunque sean causados por el estrés laboral. Y si a los muertos no los vemos, menos aún a los heridos: miles de trabajadores que salvan la vida pero pierden un brazo, una pierna, funciones vitales, a veces incapacitados de por vida, llenos de cicatrices, traumatizados, con secuelas físicas y psicológicas.

La mayoría tiene algo en común: se podían haber evitado. No había seguridad suficiente. No se cumplieron los protocolos, las medidas, la ley. No estaban preparados, formados, equipados. Trabajaban mal, demasiadas horas, demasiado rápido, demasiada presión. Se podían haber evitado. No son muertes inevitables. No son muertes que debamos asumir, aceptar, resignarnos. No son un fenómeno de la naturaleza ni un castigo divino. Tampoco un precio a pagar por la vida que llevamos, ni un margen de error del sistema. Por tanto, se puede hacer más, mucho más. Por tanto, hay responsables.

Supongo que para entenderlos así, y que se nos vuelvan inaceptables, deberíamos dejar de verlos como números, cifras anuales, goteo semanal, noticia breve de prensa regional. Nombrarlos. Contarlos, no en el sentido numérico sino de narración. Contar cada una de esas muertes. Cada vida de un trabajador que es también padre o madre, pareja, hijo, hermano, amigo, compañero. Si cada una de esas muertes recibiese la atención que merece. Si en vez de “un trabajador muerto” contásemos que se llamaba Xavi Cayuela y murió con 19 años mientras trabajaba en una fábrica de Cornellà, y era primo de Carlos, que vio cómo la máquina lo engullía; o que se llamaba Aldrich Rivera, tenía 29 años y murió electrocutado cuando recogía naranjas sin papeles en Huelva, y estaba ahorrando para volver a Nicaragua.

Si cada una de esas más de 800 muertes del año pasado hubiese sido contada como merece, y tuviera su espacio informativo, su minuto de silencio, su declaración institucional, sus muestras de apoyo a la familia, sus concentraciones frente a la empresa, su clamor contra los responsables…, es decir, si como sociedad hiciésemos todo aquello que sí suelen hacer sus compañeros y los sindicatos, nos resultaría insoportable, exigiríamos a los empresarios más seguridad, al gobierno más medidas, controles y sanciones, y a la justicia más rapidez. Y lograríamos algo más: construiríamos memoria. Porque a los trabajadores muertos no solo no los vemos. Además, los olvidamos.

Imaginen que por cada muerte colocásemos una placa. Nombre, edad, fecha, circunstancias de la muerte. Una placa en la fábrica, en el edificio de nueva construcción, en la infraestructura pública, en la curva de la carretera, en la entrada de la oficina, allí donde trabajaban cuando fallecieron. Más de 41.000 placas en los últimos 35 años. A la manera de esas inscripciones de “aquí vivió” el escritor tal o el político cual que llenan nuestras calles. “Aquí murió...”

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