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Los que no barren

Helen Mirren en 'Tras la puerta' (István Szabó), adaptación cinematográfica de la novela.

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Llevo todo el verano tratando de leer una novela. No es que sea muy larga, más bien todo lo contrario. La puerta, de la escritora húngara Magda Szabó, es una novela breve. Me la recomendó mi amiga Elsa Veiga hace bastante tiempo pero tardé aún más en comprarla y en leerla. No sé, hay libros que se nos resisten en todos los aspectos, como si desde el principio anunciaran su complejidad, su grandeza. Libros que no nos permiten, por ejemplo, leerlos en el metro o tumbarnos con ellos en la piscina municipal, porque nos exigen tal grado de intimidad y disposición que parece irrisorio compartirlos con estruendos o apretujones. De ese tipo de libros es La puerta. Te (re)quiere para él solito. Precisa de toda tu atención, demanda más que desafiante en estos tiempos de múltiples estímulos y atolondrados estares. En estos tiempos tragaperras, que reclaman nuestra atención como monedas para seguir girando y alimentándose, todavía hay novelas que te atrapan en la densidad de su narración, como si cayeras en la red de renglones interlineados y allí se abriera un mundo que te hace olvidar todo lo demás. A mí me sucede, por ejemplo, con Pierre Michon. O Marie-Hélène Lafon, que en realidad es discípula de Michon. Y me pasó con La puerta

Al ser franqueada, te dejará atrapada no solo por la trama y por el modo de narrar de Szabó sino, particularmente, por la fuerza del personaje de Emerenc, una de las protagonistas, por no decir la protagonista absoluta, un remolino específico del que no saldrás indemne. Porque La puerta es uno de esos libros portátiles. Aunque no lo estés leyendo, se queda contigo, impregándote en sus redes como las moscas caen en las cintas adhesivas que cuelgan de algunas casas de pueblo en verano. La tira adhesiva es Emerenc, las moscas somos, por un lado, el otro personaje antagonista, la escritora trasunto de la propia Szabó, y nosotras, sus víctimas lectoras. Atrapadas por ese conflicto entre dos modelos de mujer, la que cuida y la que es cuidada. 

La sinopsis, odiosos blurbs que hay que evitar si una cree de verdad en el misterio de la ficción y sus poderes mágicos para generar intriga, se refiere a la trama como si el personaje de la escritora fuera efectivamente la propia Szabó y el de Emerenc el retrato de una trabajadora doméstica con la que la autora convivió en vida. El dato es irrelevante porque todo lo que sucede aquí tiene la fuerza de la literatura, libre de las disquisiciones entre verosimilitud, pactos autobiográficos y corroboraciones parias. No sabemos si Marga Szabó tuvo o no una asistenta llamada a Emerenc o cuya historia se le pareciese. ¿A quién le importa? ¿Qué más da? En La puerta se produce ese misterio reverencial de la literatura que acaba con todas los dilemas inútiles entre realidad y ficción. Simplemente sucede. 

Dadas mis circunstancias vitales, para poder leer y escribir, yo misma he necesitado el trabajo cercano de dos Emerencs. En mi caso son personas a las que quiero mucho: mi madre y mi suegra. Ambas son profesionales de los trabajos reproductivos. Dedican gran parte de su tiempo al puro esmero de la materia sobre la que reposan el resto de los trabajos y los días. Tareas invisibles llevadas a cabo por las obreras del cuidado (bendita Noemí López Trujillo dixit). Dos alguienes que me han enseñado lo invisible e indispensable para poder pensar. Ropa limpia y doblada. Sábanas y toallas “cambiadas”, provisiones que permanecen, planificación de compra, comida equilibrada y variada puntualmente en el plato, vuelta a recoger, pensar, decidir, estirar, sacudir, meter, sacar, barrer. Como se lee en un pasaje de la novela: “Según la visión política de mi asistenta, el mundo estaba dividido en dos clases de personas: los que barren y los que no, los segundos son capaces de lo peor, independientemente de cuáles sean  las consignas o qué bandera ondee el día de la fiesta nacional”. 

¿Qué significa no barrer? No vaciar los armarios, ni cambiar la ropa de temporada, en fin, no preparar ni ocuparse de la materia necesaria para que sucedan las intangibles cosas del pensar, esas que luego son dichas en las columnas y en las tertulias. Emerenc consigue que la casa esté perfecta, y eso significa que ésta desaparezca, con todas sus exigencias, para que la escritora escriba. Me gustaría que Emerenc entrara en la casa de todos esos intelectuales que se mofan de lo que denominan hype ideológico de “los cuidados”, que les leyera la cartilla, que les hiciera ver lo absurdo de relegar el trabajo de todas las obreras del cuidado a la sombra y la burla. Emerenc es de todo menos meliflua y gazmoña, como parecen recriminar estos detractores. ¿Quién no quisiera tener a Emerenc entre sus filas, detrás de su barricada? Sigo leyendo mientras ustedes van a cualquier librería a adquirir y disponerse a devorar La puerta. Mientras espero yo también a mi propia Emerenc que me saque de este limbo. Impecable, atea, “arremangada”, leal, poderosa, Emerenc carga contra intelectuales pero sobre todo contra los “adoctrinadores”. Esos que no barren, que se dejan barrer los pies como si no sucediera nada, como si ese hecho no fuera relevante. No seáis como ellos, barred, o al menos, de ser barridos, no hagáis como si nada. No creáis que lo que hacéis es más importante que eso. 

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