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Opinión - El pueblo es quien más ordena todavía. Por Rosa María Artal

El perfume y el asco

El líder del PP, Pablo Casado, junto a la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, durante una visita al hospital de campaña de Ifema para hablar con personal sanitario que se enfrenta al Covid-19. En Madrid, a 16 de abril de 2020.

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En aquella época, el siglo XVIII, las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, las cocinas a col podrida, y aquel hedor de las ciudades iba sumando los vapores del interior de las casas y patios, las sábanas húmedas y el penetrante olor dulzón de los orinales. Así –y más- describía Patrick Süskind aquel París en el que se desarrolla su obra cumbre: El perfume. Y cada vez que España sufre a la derecha en la oposición, revuelta por haber perdido el poder del gobierno de la nación –aunque conserve tantos otros bajo mano-, recurrir a ese libro me consuela. Como una forma de hermanarse con las sociedades que sufrieron todos los focos de asco de la historia y saber que miles de seres han experimentado ese zarpazo y que, mal que bien, cuando se limpia a fondo se puede respirar.

Es un escenario que permite ver más allá de las chalets de Marbella y los pazos gallegos, de las urbanizaciones de Pozuelo de Alarcón, de las esposas rubias con rubios niños, de las universidades donde pasar a recoger un título de lo que no se ha estudiado, de los vestidos caros –uno diferente para cada aparición en la prensa-, de las portadas y tertulias de traje gris y lengua voraz. Y trasladarnos a los nuevos templos de los mercaderes –que comercian con vidas y haciendas, bienestar de hoy y futuro- levantados sobre cementerios ancestrales con la esencia de sus diversas víctimas.

En un calor perpetuo que derrite las caretas, el hedor que se filtra del suelo se mezcla con las tripas del pescado a la venta, limpio en el mostrador. Allí son paridos, en realidad, todos quienes -en el rencor de su ser y su derrota- se dedicarán a amargarnos la vida para poder medrar sin mirar la limpieza o suciedad de los cauces empleados. Nacidos como Jean-Baptiste Grenouille bajo el tablero del puesto entre restos de peces y moscas, para ser implacables, insaciables, sucios, sin alma.

Suele funcionar cambiar o quitar los ropajes, lo ficticio, para mirar adentro. Y así el hombre gris, despistado, sereno, asombrosamente parecido en su nombre al M. Rajoy de los papeles de Bárcenas, se transforma en un ser que se congratula de la sentencia judicial de la Gürtel y dice verla como una “reparación moral”. Cuando el partido que él presidía ha sido condenado por lucrarse de la corrupción de la trama, y varios cargos y colaboradores de la formación van derechos a cumplir una suma de 300 años de cárcel. Sin contar el resto de las causas abiertas por una sospecha de corrupción que se extiende desde la caja B al uso del Estado en provecho de sus negocios.

Les cambia la imagen si se mira bien. Como al presidente actual del PP, que anda perdiendo los papeles por frustrar la entrega de los 140.000 millones de euros que la UE ha previsto para ayudar a los españoles a pasar el bache. La presidenta de la Comisión, Von der Leyen se ha reunido con él y le regala la imagen para exportar. Tampoco quiere su partido perder el control anticonstitucional del poder legislativo y lo justifica, ahora, por estar Unidas Podemos en el Gobierno (a él no le gustan). Algo que ocurre desde solo el mes de enero. Asco de tantas mentiras y traiciones. Una especial deferencia de quien preside el gobierno de la UE.

Visto el precedente, la delegada de la empresa PP en Madrid se ha saltado al Gobierno español para pedir a Von der Leyen –como si fuera la jefa de Sánchez- más controles en Barajas al que, sin datos ciertos, se ha empeñado en atribuir la expansión del virus en Madrid. Es sonrojante. A Ayuso no hace falta situarla en el escenario del maloliente mercado parisino, porque igual encontraría un balde con tripas y espinas donde esconder el coronavirus, los contagiados y muertos por el coronavirus, los test prometidos y no realizados, las trampas, para que el producto a la venta cuele como apto. Ella ha desarrollado la capacidad de decir lo más inverosímil para distraer a la sociedad del drama que organizan entre todos ellos.

 En cuanto al Poder Judicial –que ha aguantado y aprovechado el bloqueo del PP- ahora quieren dar “una respuesta contundente” al cambio en la ley de renovación que quiere hacer el Gobierno. Demostrando lo necesario de acabar con esta situación en los márgenes que queden.

No es la primera vez que vuelvo a la lectura de El perfume en circunstancias que se parecen en parte. Con la misma voracidad destructora aunque sin una pandemia que añade su trabajo devastador y sin que los mercaderes muestren ni un ápice de piedad por usarla en su provecho. Por añadir más dolor al dolor y más incertidumbre a la angustia. Más asco. Ausente la más leve empatía por las víctimas. Como a la nodriza del pequeño Jean-Baptiste, les chupan hasta los huesos.

Asco por su desinterés en lo humano. Por reforzar los insultos en vez de reforzar los rastreadores y los medios sanitarios para atajar el coronavirus. Por deformar la realidad al límite, con mentiras a toda página, a toda voz, para engañar a los votantes. Por tantos abandonos. Por su desprecio a la democracia que no se para ni en derribar a martillazos los homenajes a las víctimas de sus parientes ideológicos. Cuesta soltar esa náusea que atora la boca del estómago. Como bálsamo, relaja algo despojarles del remedo de glamour y ver esa realidad que tiene más que ver con un pozal de sardinas pasadas.

Huele el cerumen pegado al pinganillo que conecta, a quien da cara y palabra en las pantallas, con el más allá donde se mueven los hilos. El hedor de la complicidad, del conchabeo, se sigue olfateando desde lejos. A togas y sotanas que no conocen  la tintorería. A chulos de playa y de retiro espiritual. Monjas nazis y machos inflados. Resabiadas señoritas Rottenmeyer. Huele, y hiede y apesta. A madera revenida de las que se forjan las escaleras de trepar. A colonia vieja que rancia el ambiente y descompone el cuerpo. Todo cuanto termina engullendo el intenso tufo a vacuidad, a sociedad narcotizada. Pereza y asco se juntan en cóctel demoledor.

Cuánto odio en los gritos, en los gestos, en los actos. Cuánto odio para sentarse medio muerto en un plató con el fin de zumbar al gobierno del partido que un día le nombró ministro, aunque fuera para aventar derechos con patadas en la puerta. Y persistir en continuar el discurso del odio con el desfibrilador para el corazón gripado.

Afrontamos el temor a la enfermedad y la muerte por un virus, asistimos compungidos al descalabro económico mundial, pero añadir la tortura de la oposición sucia de la derecha española es ya demasiado. Cuando el asco flota en el ambiente con el olor de los excrementos de rata de Süskind hay que alarmarse para evitar el contagio. Que la repugnancia no nos invada al nivel del odio purulento que vemos en otros.  Hay tiempos en que reina el hedor en las ciudades y los pueblos, agrio de nata rancia en el Parlamento donde estamos representados. Pero allí también se encuentra disponible la razón y con ella fregonas y gel desinfectante por toneles de dignidad. Si se quiere, se limpia. Si se debe, se hace. El hedor que sufrimos vuelve el ambiente irrespirable.

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