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Del polvo de las estrellas venimos, y más que polvo sucio dejamos

Geología

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Somos hijos de los gases y piedras estelares, pero a la vez hemos sabido sintetizar más de dos centenares de minerales que no existían en la Tierra, y quién sabe si el universo. No podemos escapar a nuestra condición: la vida geológica de eones influye en nuestra propia vida, incluso en la política. Y nuestra vida influye sobre el devenir de nuestro planeta en el que ya estamos dejando preocupantes trazas duraderas.

En Estados Unidos, hay una zona de tradicional voto demócrata en la región del sur. ¿Por qué? Por que allí, gracias a algunos movimientos geológicos, hubo hace 75 millones de años un mar que dejó sedimentos que luego dieron pie a una tierra muy propicia para el cultivo de algodón (con semillas importadas), y a su vez a un salvaje esclavismo (que apoyaban entonces los demócratas) para explotar aquellas plantaciones. Tras el fin de la esclavitud, muchos se quedaron como trabajadores libres, y hoy votan demócrata, que es el partido que ahora más se opone al racismo. Es el famoso “Cinturón Negro”, denominación que recibió en un principio por el color de esos suelos de Alabama y Misisipi antes que de la piel de aquellos que lograron alcanzar la ciudadanía. Tras la Segunda Guerra Mundial, ese “Cinturón Negro”, ya por el color de tantos de sus habitantes, constituyó el núcleo del movimiento por los derechos civiles. Otro ejemplo de suelo y política: las pautas electorales en Gran Bretaña reflejan la localización de depósitos geológicos que datan del periodo Carbonífero, hace 320 millones de años.

Lo relata el escritor de Ciencia Lewis Dartnell en su libro Orígenes: Como la historia de la Tierra determina la historia de la Humanidad (Penguin Randhom House 2019) que se puede y deber leer con otro Huellas: en busca del mundo que dejaremos atrás (Planeta 2021), de David Farrier, también británico, profesor de Literatura. Recomiendo su lectura consecutiva para estas fechas veraniegas en que tantos se bañan en unas aguas que no se formaron de la Tierra, sino que en el gas primordial y llegaron en buena parte en forma de cometas y meteoritos congelados a nuestro planeta. Son dos maneras de ver cómo algunos factores profundos, y casi algunas casualidades, por no caer en el determinismo sin salir del materialismo profundo de estas obras, influyen en nuestra realidad. Dartnell analiza cómo nos hizo la Tierra, el universo o los universos, y Farrier lo que le estamos haciendo al planeta y sus aledaños. Orígenes bucea en ese pasado tan lejano en busca de cómo la realidad geológica nos ha conformado. Huellas, en los rastros que los humanos estamos dejando ya y que perdurarán, desde la marca de las carreteras, las venas de este mundo, y las ciudades, a los plásticos que no se degradan. Los fósiles del pasado y los fósiles del futuro.

Somos los hijos de la tectónica de placas, señala Dartnell. Las fuerzas geológicas activas de nuestro planeta, explica, impulsaron nuestra evolución en África oriental como una especie de “simio singularmente inteligente, comunicativo y habilidoso”, mientras que un clima planetario fluctuante nos permitió migrar por el mundo para convertirnos en “la especie animal más ampliamente extendida de la Tierra.” “Andamos por los caminos antes de hablar por los codos”, resume. 

No es nuevo señalar que la geografía determina la política y el sentido de la marcha y el poder de los Estados, incluso en nuestra era digital. De ahí el término “geopolítica”. Muchos límites han venido definidos por los accidentes naturales. España en buena parte, claro. Pero mucho antes, en el siglo II dc, los de los imperios romano y chino por no hablar de las rutas de la seda. O la formación y la incidencia de los vientos, cuando servían a un tráfico marítimo a vela, es evidente para los inicios de la globalización.

Farrier, aún con un ojo puesto en el pasado, mira hacia el futuro lejano. Su descripción, de varias páginas, de lo que le ocurre a lo largo de años a una botella de plástico que se echa al mar es fascinante. El plástico puede durar eones. Cabe señalar que, según un estudio reciente, más de un 80% de los plásticos que van al mar lo hacen por medio de un millar de ríos (no europeos). Parten de la tierra a donde los arrojamos.

En este Antropoceno –edad definida por la acción del ser humano sobre la naturaleza–, un tercio del carbono derivado de la quema de combustibles fósiles permanecerá en la atmósfera durante 10.000 años. Incluso después quedará entre un 10% y un 15%, pero alrededor del 7% de carbono antropogénico aún seguirá presente dentro de 100.000 años “un tiempo suficiente para retrasar las futuras edades de hielo”.

Incluso si ahora tuviéramos repentinamente una economía verde, la atmósfera portaría nuestras marcas como un “inmenso icnofósil geoquímico de los viajes que hemos emprendido y de la energía que hemos consumido”. Por no hablar de las huellas dejadas en el espacio y en la Luna, con decenas de vehículos abandonados en nuestro satélite que ningún viento erosionará. 

La relación entre la evolución geológica y la biológica es estrecha. El polvo que conformó la Tierra estaba compuesto de solo 12 minerales. Varios miles de millones de años de turbulencia geoquímica, explica Farrier, elevaron ese número hasta algo más de 1.500, y la actividad de la vida microbiana casi lo triplicó en un par de cientos de millones de años más. Sin embargo, señala, solo han hecho falta trescientos años de actividad industrial para sintetizar 208 nuevos minerales, además de cientos de miles de sustancias sintéticas similares a los minerales que pueden sobrevivir durante más tiempo, “algunas de las cuales puede que no hayan existido antes en ninguna parte del universo”, además de haber extraído toneladas de elementos que no estaban en la naturaleza en estado puro, como el aluminio, con ahora la competencia por las tierras raras y otros minerales que impulsa la nueva carrera público-privada a la Luna y a Marte.

El cemento será una de nuestras huellas. Sin la arena, no hubiéramos sido nada, o poco. La demanda global de arena, recuerda Farrier, solo es superada por la de agua. Alrededor de 40.000 millones de toneladas se utilizan anualmente en el sector de la construcción y en la creación de carreteras, además de en la fabricación de cristal para ventanas, pantallas de teléfonos inteligentes, silicato para los paneles solares y cosméticos.

Farrier recoge una idea de Italo Calvino: “Si se descubriera ahora un Nuevo Mundo, ¿sabríamos verlo?”. La respuesta del escritor italiano fue negativa. “Con las prisas de la vida moderna no percibimos el cambio sutil; por costumbre, vemos el presente a la luz del pasado”. Pero hay que aprender a mirar el presente, con Farrier, a la luz de ese futuro lejano –es algo más que la prospectiva habitual–, para mejorar nuestro mundo. La lectura consecutiva de estos dos libros relativiza nuestra existencia y las fuerzas que la marcan, y a la vez agiganta las marcas que dejamos con nuestras fuerzas.

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