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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

El príncipe moderno y el politólogo

Sánchez y Casado conversan en un acto.

Lourdes Lancho

Cuando yo empecé a trabajar en la radio, escuchaba y leía hablar de la influencia de Karl Popper (el filósofo, no la droga) y Francis Fukuyama proclamaba el final de la historia. Ese era más o menos el telón de fondo intelectual de ese principio de los 90. Esas eran algunas de las referencias que se manejaban en tertulias y entrevistas.

Luego llegó lo de la sociedad líquida de Bauman, pero de todo esto hablo de oídas porque en esto del periodismo diario se acaba siendo aprendiz de mucho, maestro de nada. Lo menciono porque siempre se trabaja con un marco intelectual de fondo, una moda, algo de lo que todo el mundo habla, de lo que todo el mundo escribe y en el que te ves metida sin tener mucho que aportar.

Ahora creo que más que líquida la modernidad es gaseosa. Estamos en un momento en el que todo lo que creíamos parece evaporarse sin todavía dejar ver lo que viene después de esa condensación... De momento lo que se atisba, da un poco de miedo. Por cierto que Fukuyama ha vuelto y creo metiendo el dedo en el ojo, otra vez, generando incomodidad y reflexión sobre el respeto a las identidades ... Pero ese es otro tema.

Cuando trabajas en producción periodística, en la reunión se elige un tema, o la actualidad te lo impone, y tienes que armar un monográfico para ofrecer a los oyentes, lectores o espectadores elementos de reflexión. En ese momento tienes que documentar el asunto, pensarlo y buscar a quien ilumine, o ayude a caminar por el sendero que abres ante la audiencia. Y ahí también hay modas, o tendencias. Una época se echó mano de filósofos e historiadores. Algún economista, también...

Existían, cuando empecé, “los intelectuales” que venían avalados por luchas anti-franquistas, editoriales en el exilio, revistas cerradas por la censura etc... Pero los politólogos eran una rara avis. No recuerdo de aquella época de inicio de mi carrera a muchos politólogos. Empezaron a estar de moda primero los sociólogos, sí. Y creo que eso fue cuando salieron a escena algunas movilizaciones de masas de forma “incontrolada” por el poder. Quizás la clase política se dio cuenta de que necesitaba estrategias, o se había desconectado un poco del polvo de la calle y se empezó a mirar las encuestas con más detalle, tanto en la cocina como en los despachos.

Creo que acudimos a los politólogos cuando algunos desagües de la fontanería política quedaron al descubierto, y por primera vez en la historia, tuvo una gran difusión más allá de las élites cercanas al poder.

Cuando la calle empezó a enterarse, a querer saber más... cuando tuvieron la osadía de contradecir las proyecciones demoscópicas, cuando la masa se escapó del discurso marcado por el poder. Cuando la política quedó despojada de certezas. Entonces echamos manos de los politólogos. Esto, claro, es una teoría “patillera” que estoy improvisando en base a mi experiencia profesional. Pero es lo que he vivido en la cocina de los programas en los que he estado. Buscamos a los politólogos como oráculos para intentar saber o interpretar lo que está pasando, cuando hay un giro inesperado del guión. Cuando las cosas se han puesto complicadas en uno y otro lado: el poder político y la ciudadanía quizás necesitamos a alguien que nos haga una cartografía, un plano por el que transitar para seguir adelante. O para generar un criterio determinado.

Yo quedaba, de vez en cuando en Madrid, con un grupo de jóvenes politólogos, alguno de ellos en el exilio de universidades extranjeras ahora, porque su precariedad no les permitía ni alquilar un piso... Eran, entonces, desconocidos y me daban su visión de la actualidad, que yo absorbía para poder tener un buen “fondo” de referencia y poder ofrecer los temas con mayor profundidad. Eran mi despensa intelectual y mi motor de reflexión. Analizaban datos, cambios de rumbo en discursos, movimientos y estrategias internas en los partidos. No sé si acertaban siempre, pero a mi me aportaban solidez y criterio para afrontar luego el ritmo frenético de la actualidad. Y eso, creo, es una de las cosas que quiere reivindicar Pablo Simón con su libro “El Príncipe Moderno”. Las ciencias sociales, como herramienta empírica, para ajustar qué se quiere hacer y cómo se debería hacer, sin frivolidades ni concesiones fáciles.

Mi contacto con la ciencia política me ha servido para poder anticipar, prever, reflexionar; en un momento político loquísimo y a veces surrealista. Con demasiadas jornadas históricas para digerir en tan poco tiempo. Con enfrentamientos y decisiones nunca vistas. Con mentiras sostenidas para no pasar por traidores ante quienes se ha engañado. Los politólogos han sido quienes me han ido dando esas fotografías que, unidas, pueden dar un paisaje o un escenario donde moverse. Aunque, tengo que reconocer, que más de una vez el resultado que he obtenido después de seguir ese mapa me ha estropeado lo que parecía un buen argumento de programa.

Maquiavelo es la piedra sobre la que se asienta el concepto de la política moderna. Y ya que Pablo Simón, lo toma como referente en su nuevo libro, me gustaría preguntarle al nuevo Maquiavelo, si lo hubiera, cómo aconsejaría ahora al príncipe para gobernar con sabiduría en estos tiempos de redes sociales, grupos de whatsapp y bulos convertidos en verdades, que puede acabar generando monstruos en cada vez más países. Quizás fuese más fácil evitar las intrigas venenosas de la corte florentina, que a los troles y las falsedades que tan fácil se propagan. Qué difícil mantener la templanza cuando arden las redes...

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