A río revuelto, ganancia de las derechas
Ya estamos todos. Ahora, también el periodismo. Al deterioro de la política, la justicia, la economía, las instituciones y los servicios públicos, sólo le faltaba la zapatiesta entre periodistas a cuenta de los audios grabados por Villarejo a García Ferreras que han destapado el origen de la falsa noticia sobre una cuenta que Pablo Iglesias tenía en Granadinas. Nunca ha estado el periodismo más igualado al descrédito de la política como de un tiempo a esta parte y, seguro, que entre todos -unos por acción y otros por omisión- nos lo hemos ganado a pulso.
Y en estos días de temperaturas sofocantes en la política y en los medios, en Twitter se imparten clases gratuitas sobre la pureza del periodismo como si nadie hubiera metido la pata hasta el corvejón alguna vez. A todos nos ha pasado que una fuente nos utilizó en beneficio propio, que nos olvidamos de contrastar un último dato, que las prisas de la inmediatez nos llevaron a descuidar la última confirmación o que sencillamente la pifiamos porque bajamos la guardia un día de vorágine informativa. Pero esto es una cosa y otra difundir falsas noticias o dar un megáfono a quienes así lo hacen para que las propaguen urbi et orbi por intereses personales, empresariales o partidistas.
Hace falta un tiempo nuevo de verdad, en el que vuelva el periodismo del rigor, con contexto, con datos contrastados y con sentido crítico. Cuando en el mundo editorial vale todo, el periodista se convierte -o aspira a convertirse- en actor político y se jacta de tumbar gobiernos o de formar parte de las estrategias partidistas, es difícil que no se nos apliquen las mismas normas, la misma lupa y el mismo escrutinio que a los políticos.
La mentira no es nueva tampoco en este oficio. La diferencia es que ahora hay redacciones donde las disfrazan de realidad porque les importan más los clicks o las audiencias que el rigor o la certeza. Hemos perdido la credibilidad ante una ciudadanía que nunca antes tuvo más medios en los que informarse y, sin embargo, lo hace por las redes sociales y a través de aquellos formatos que sólo refuerzan su propia opinión. Este país no está hecho para el respeto al que piensa distinto y en esto la dinámica de las tertulias televisivas, donde a menudo prima más la gresca que la opinión fundamentada en los datos y los hechos, tiene mucha culpa. No hace falta ninguna catarsis, sino que cada cual asuma su parte alícuota de responsabilidad en el deterioro del periodismo. Todos la tenemos en mayor o menor medida.
Hasta aquí, la parte que nos toca. Luego, está la cacería desatada en las redes contra el periodismo en general por quien tiene razones sobradas para su ira. Pablo Iglesias, su partido y su familia han sido objeto de la más vil de las estrategias mediáticas, políticas, judiciales y hasta policiales. No ha habido rincón desde el que no se le haya perseguido, incluidas las estructuras de un estado para el que muchos le consideraban un peligro. Y está en su derecho de recurrir a la Justicia para que paguen por ello todos los que han contribuido desde los medios de comunicación o desde las estructuras del estado, pero eso no le otorga más derechos que a cualquier otro ciudadano ni lo convierte en repartidor de carnés de demócratas o de periodistas, entre otras cosas porque hoy los otorga a quienes antes se los negó y viceversa.
Hay quien sostiene que el ex secretario general de los morados, que ahora hace de tertuliano pero sigue siendo el faro que guía a Unidas Podemos, tiene un sentido patrimonialista del partido que creó y que, ahora, le cuesta digerir que alguien a quien él designó sucesora vaya a ocupar su espacio y, además, no haya seguido ni sus consejos ni sus métodos. Otros, que está abonando el camino para su regreso a la primera línea. Y los suyos, que sólo actúa para reparar el daño causado a una democracia enferma.
Pasará el ruido, pasarán las acusaciones entre medios y periodistas y pasará, seguro, también la burbuja en la que a veces nos nutrimos los políticos y los plumillas, pero el daño está ya hecho y ha añadido dosis de descrédito al periodismo, pese a que las redacciones están repletas de gente que hace su trabajo de forma honesta, que contrasta las noticias, que desmonta las mentiras y que trata de poner a todo contexto. Pero lo peor es que este demérito sólo suma descreimiento en una sociedad que hace tiempo asiste al menoscabo de la política, de la judicatura, de la economía y hasta del debate público. Y es en este tipo de escenarios donde suelen germinar los discursos que sostienen que hay un enemigo culpable de de todo y crecen los líderes que se erigen en guías de los destinos comunes, prometen barrerlo todo y acabar con la complejidad de la realidad. Las masas caen, entonces, fascinadas ante una falsa promesa de orden y seguridad ya sea en el ámbito económico, en el político o en el institucional. Así, crecieron Salvini, Orbán, Bolsonaro o Trump. Y, en otras condiciones históricas, también lo hizo Mussolini.
El peligro hoy no viste de negro ni acude a las casas de sus opositores para pulverizarlos, sino que puede tener apariencia democrática y, desde luego, se alimenta del deterioro, del miedo y de la enmienda a la totalidad del sistema democrático. ¿Quién gana con todo esto? La pregunta es obligada y la respuesta no hay que pensarla mucho. A río revuelto, ganancia de las derechas en todas sus versiones.
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