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El siniestro y casposo nacionalismo de Mariano Rajoy

María Eugenia R. Palop

Hace unos días, Rajoy afrontó su fallida investidura con un discurso sin pulso, vago y errático, que solo tuvo un momento de interés: el momento en el que apeló a la unidad de España, y en el que defendió la soberanía única del único pueblo español, exhibiendo sin pudor su casticismo y su rancio casposismo decimonónico.

“[…]El reto más grave que tiene planteado España en este momento ”[…], sentenció solemne Rajoy, es el “[…] desafío que paradójica y abusivamente se plantea desde las instituciones autonómicas de Cataluña”. “[…] España sufre una amenaza explícita contra su unidad territorial” que supone “la liquidación de la soberanía nacional y del respeto a la Ley, que es la expresión democrática de esa voluntad soberana”, porque “en términos políticos y constitucionales, el único pueblo soberano en España es el español […] El pueblo español en su conjunto es el único soberano […]”. De manera que, frente a semejante reto, “[…] nuestra primera obligación —la del gobierno y la de estas Cortes generales— es garantizar la soberanía y con ella la unidad de España”. Vaya que, por lo visto, la situación es tan grave que nuestros partidos patrióticos, PP y Cs, se han animado a firmar un Pacto por la Unidad de España y en defensa de la Constitución, como si fueran ellos sus únicos autores intelectuales y sus más fidedignos intérpretes, cuando todo el mundo sabe, que los imanes del Partido Popular se han dedicado a destrozar impunemente el texto constitucional en estos años y a articular desde el gobierno su propio proceso (de)constituyente.

La verdad es que no sé si hoy queda algún profesor de Teoría del Derecho que asuma la existencia de una sola “voluntad soberana” que se plasma en la “Ley”, más allá de los momentos en que tenga que explicar a Bodino, pero el discurso de Rajoy, en este, como en otros puntos, fue un auténtico despropósito. Porque no es solo que la soberanía, la nación soberana, y el único legislador, es el producto de una creación política que se explica únicamente en clave ideológica e histórica, sino que hace ya mucho tiempo que el Estado-nación sufre una crisis profunda de credibilidad y es obvia la necesidad de garantizar nuestros derechos en un espacio postestatal. Un espacio en el que se fortalezcan tanto las instancias de representación infraestatales, activando un proceso de descentralización, como supraestatales, democratizando el funcionamiento de los organismos internacionales.

La reafirmación desesperada del Estado-nación solo la protagonizan hoy en Europa los partidos fascistas; partidos-gusanos de madera podrida, cuyo auge se debe, precisamente, al propio declive del modelo estatal. Es curioso, sin embargo, que la sacralizada soberanía nacional de la que habla Rajoy, y su dolor “de” España, no le hayan impedido asumir acríticamente y sin consulta previa, cientos de decisiones trascendentales para los españoles, adoptadas desde instancias internacionales que ni siquiera son representativas. Está claro que nuestro prócer logra compatibilizar su defensa de la unidad de España con una lógica supraestatal, y, en buena parte autoritaria, pero no puede hacer lo mismo si las propuestas proceden de un Parlamento autonómico de cuya representatividad democrática nadie puede dudar.

Seguramente, y más allá de su declamación de Cid Campeador y sus golpes de pecho, Rajoy piensa que el ataque inmoderado al soberanismo catalán fortalece la agresividad de sus huestes, cuchillo en boca, y que, además, es una buena forma de dinamitar cualquier intento de Sánchez por formar un gobierno. Que el PP haya recurrido a la parte más oscura del nacionalismo independentista para asegurarse la presidencia de la Mesa en el Congreso, es un detalle menor que confía en poder borrar del disco duro, como se han borrado tantas otras cosas sin que, de momento, haya pasado nada.

Pero el problema de fondo aquí es que Rajoy simplifica intencionadamente la complejidad del soberanismo que, en Cataluña, como en muchos otros lugares, tiene más lecturas de las que él está dispuesto a admitir. Mal que le pese, el soberanismo suele ser la expresión de muy diferentes mecanismos de autoidentificación que no es tan fácil reducir ni eliminar de un plumazo, y que, desde luego, no siempre se traducen en conflictos inmanejables.

Por supuesto, hay quien vive ahí un conflicto de identidad o reconocimiento basado en supuestos hechos inmodificables que se interiorizan y se defienden como propios. Conflictos de identidad no negociable, como les llama Javier de Lucas, que surgen por imputación, y no por elección, y cuya gestión exige, sin más, la aceptación de la diferencia.

Hay también quien plantea un conflicto de carácter estratégico, un clásico conflicto de redistribución, en el que el relato pasa por destacar una situación de desventaja que se ha generado a lo largo de la historia o que se ha producido a partir de la actuación del Estado, de modo que lo relevante no es que existan diferencias de hecho sino, más bien que las diferencias son provocadas y precisamente por eso son superables. En este supuesto de lo que se trata es de orientar la política al espacio de la negociación a fin de conquistar posiciones de poder y de situar a las instituciones propias en pie de igualdad con las del Estado. A veces este conflicto tiene solo un carácter administrativo o técnico, porque se traduce únicamente en un reparto de competencias que debería poder plantearse y revisarse tantas veces como fuera preciso, sin provocar tantos aspavientos ni tanta hiperventilación como provoca (en nuestro TC, sin ir más lejos).

Pero hay también quien considera, con buenas razones, que la cultura común es importante en la medida en la que dota de sentido a la libertad individual; garantiza la existencia de un vocabulario compartido que permite que las personas puedan comprenderse a sí mismas y valorar sus prácticas sociales. Hay quien considera que la “pertenencia” es relevante desde el punto de vista político porque afecta directamente a la definición, a la comprensión y a la defensa de los derechos propios, y que no puede hablarse de derechos sociales si se niega la existencia de la comunidad y se obstaculiza el autogobierno. Esta posición no debería suponer un conflicto insuperable en una sociedad democrática pero requiere de una inteligencia y de un esfuerzo terapéutico que partidos como el PP no alcanzan ni a imaginar ni a sopesar.

En fin, lo peor es que al meterlo todo en el mismo saco para revolver y agitar, como hace Rajoy continuamente, y al cegar cualquier intento de comprensión, diferenciación y diálogo, se pone en funcionamiento una táctica electoralista que apela al peor de los nacionalismos, precisamente, al más costumbrista, siniestro y conflictivo, y esta es una estrategia irresponsable y cerril que a la larga será tan peligrosa como estéril.

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