Supremo disparate
La decisión del Pleno de la Sala Tercera del Tribunal Supremo de volver a su doctrina tradicional para que sigan siendo los clientes los que paguen el principal impuesto que grava la constitución de una hipoteca es tan legal desde el punto de vista jurídico como la que establecieron sus especialistas en Derecho tributario para cargar el pago a los bancos. Pero para llegar a esa estación de término se ha recorrido un camino repleto de disparatadas decisiones que deja por los suelos la imagen del Alto Tribunal, en vísperas de uno de los juicios más importantes de su historia, y que presenta a aquellos que deberían actuar como máximos garantes de la Justicia en protagonistas de cutres intrigas palaciegas.
Disparatada por completo ha sido la gestión de la crisis del presidente de lo Contencioso-Administrativo, Luis Díez-Picazo, que si quería convocar el Pleno, debería haberlo hecho antes de que se dictaran las tres sentencias de la doctrina Rivas, o al menos cuando se hubieran resuelto otras nuevas en sentido contrario. Pero actuó tarde, provocando un cisma inédito en la historia reciente del alto tribunal e invocando a la antijurídica razón de la “enorme repercusión económica y social” de la medida, que deja la peligrosa conclusión de que todos los justiciables son iguales ante la ley pero los bancos son más iguales que los ciudadanos.
El gol por la escuadra que le colaron a Díez-Picazo con el giro jurisprudencial que él mismo calificó de “radical” solo puede entenderse por su negligente actuación como presidente, ajeno al asunto más importante que se estaba deliberando en la Sala Tercera a pesar de haber participado en la estimación del recurso, y por el recelo que su nombramiento, pilotado por la mano del presidente del Tribunal Supremo, Carlos Lesmes, suscitó entre sus compañeros.
Letrado del Ministerio de Justicia y catedrático de Derecho Constitucional, el hombre de moda en la Justicia española accedió al Supremo por el turno de juristas de reconocido prestigio y fue elegido únicamente por 12 de los 21 vocales del CGPJ, que decidió no renovar al entonces presidente de la Sala, José Manuel Sieira, a pesar de que le triplicaba en número de sentencias dictadas y años de trayectoria en el alto tribunal. En su toma de posesión fue apadrinado por el magistrado Jorge Rodríguez-Zapata, que escribió uno de los votos particulares más duros contra la sentencia del Estatut.
Muy cuestionable también es que Díez-Picazo convocara, dirigiera y finalmente decidiera el Pleno de las hipotecas, en el que la banca se jugaba 16.500 millones de euros según el peor escenario dibujado por la agencia Moody’s, cuando el bufete de su propia familia defendió a Cajasur en un pleito por las cláusulas suelo y cuando él mismo ejerció, entre 2011 y 2017, como profesor del centro universitario Cunef, promovido por la Asociación Española de Banca. Del mismo Pleno se apartó el magistrado Octavio Juan Herrero, que vive en Rivas-Vaciamadrid, la localidad cuyo Ayuntamiento presentó el recurso, y que tiene dos hijos con viviendas de protección oficial en el municipio.
En el Supremo cada vez son más voces las que critican la resolución de la crisis, con un tribunal abierto en canal durante más de 15 horas de debate retransmitidas en directo y una propuesta trampa de Díez-Picazo (que pagaran los bancos sin ningún tipo de retroactividad) que ni siquiera se atrevió a defender y que presentó la magistrada Pilar Teso por temor a que, si la defendía el presidente, fuera rechazada con más virulencia aún que la que finalmente cosechó (17 votos en contra y 11 a favor).
Y ahí se unieron los extremos. El sector más conservador apostó por salvar a la banca de cualquier pago y otros miembros de la Sala se opusieron a la propuesta por considerar que no se puede impedir a los ciudadanos que hayan contratado una hipoteca en los últimos cuatro años, no prescritos a efectos fiscales, reclamar a Hacienda la devolución del impuesto, tal y como hace la Administración tributaria en sentido contrario cuando una liquidación no se ajusta a sus cuentas.
Díez Picazo, obcecado en que a la banca el Pleno no le saliera a pagar, se opuso a que se votara esta propuesta o la de la retroactividad total y, entre las protestas de sus compañeros, forzó la votación de una resolución simplista (que paguen los bancos o que paguen los clientes) y no dudó en cambiar el voto, una vez más, en beneficio de la banca. Aun a costa de dejar al Supremo en la ridícula tesitura de rectificarse a sí mismo tres semanas después de haber cambiado de jusrisprudencia y desautorizar a sus expertos en Derecho tributario. A pesar de que muchas voces en el tribunal apuntaban que lo mejor habría sido no hacer nada, dejar que los clientes plantearan sus reclamaciones y resolver el asunto de la retroactividad en los nuevos contenciosos que se habrían planteado.
El disparate supremo de las últimas semanas también deja muy tocado, a unos días de que expire su mandato, al propio Lesmes, que primero solicitó una nota aclaratoria sobre la sentencia, después pidió perdón a los ciudadanos y dio a entender que la jurisprudencia se confirmaría y finalmente echó la culpa de todo a los políticos por redactar una normativa ambigua. Resulta incomprensible que el presidente del Supremo no calculara lo que se le venía encima cuando el único voto particular discrepante del tribunal de la doctrina Rivas fue el de Dimitry Berberoff, su jefe de gabinete en el CGPJ durante los últimos cuatro años.
Si el espectáculo judicial no había sido suficientemente clarificador, el Gobierno de Pedro Sánchez, que durante los días previos al Pleno alertó sobre los riesgos que una decisión contraria a la Administración podría provocar en el objetivo de déficit ante la Unión Europea, anunció la modificación de la ley para que, ahora sí, los bancos paguen el Impuesto de Actos Jurídicos Documentados. Una ley que ningún Gobierno había tocado desde 1993 salvo para subirle el impuesto a los ciudadanos.