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12 de octubre
Como frecuentemente nos recuerda mi admirado Pérez Royo, uno de los temas irresolutos de nuestra envidiable Transición es el del encaje político de las nacionalidades históricas, específicamente Euskadi y Catalunya ya que el resto de comunidades autónomas no son más que centros de poder alternativos que usar como ariete contra el central, si el partido que gobierna en la autonomía es distinto al que lo hace en el de la nación, o administraciones generadoras de clientelismo político, gracias al manejo de generosos fondos públicos, si el partido que gobierna en ambas administraciones es el mismo.
No es necesario traer a cuestión las fricciones que ese irresuelto problema plantea, tanto en los territorios afectados como en el devenir político del conjunto del estado que se obligado a malgastar tiempo y recursos en intentar taponar las heridas que continuamente causa la conflictiva relación nacionalismo españolista / nacionalismo independentista. Se intenta curar las heridas aplicando tiritas en las zonas sangrantes en un intento inútil de aplazar la necesaria búsqueda de una solución que facilite una convivencia racional entre territorios. Estos, hasta ahora inútiles esfuerzos de parchear el camino que conduce a una hipotética solución, aplazan sine die la resolución de otros problemas fronterizos más graves y que reclaman una más urgente resolución, como es el de cómo salvar la frontera que separa a ricos de pobres dentro del mismo estado, que cada vez cuenta con un muro más alto e insalvable para los que habitan en el lado débil.
En poco, o en nada, ayuda a la generación del clima de confianza y no agresión que debe preceder a la búsqueda común de remedios, celebraciones como la reciente del día de la Nación que, tal y como está planteada no es más que una exaltación de los principios de una de las partes litigantes en el conflicto señalado: el del nacionalismo españolista. Si ya es complicado justificar la fecha de celebración, la del inicio de un periodo colonizador fenecido hace tiempo y que difícilmente puede suscitar el entusiasmo popular que se supone debe derivarse de las celebraciones del día nacional, la tarea se convierte en imposible si el imaginario que se propone como elemento unificador carece de la entidad necesaria para ello.
Es difícil otorgar este título a la bandera, porque hace poco más que sesenta años (una minucia en términos históricos) en este país se mataba, perseguía o encarcelaba a quienes no la aceptaban por habérsela apropiado en exclusiva uno de los bandos de la guerra civil. No es nada difícil dar con familias que aún tienen presentes estos hechos, por abundantes, y que tardarán en dejar de ver la bandera rojigualda como un elemento de represión más que de unidad. De momento sólo los descendientes de los vencedores se extasían ante la enseña o el escudo nacional (escudo por cierto que representa el origen multi territorial del estado, y contiene elementos claramente extranjerizantes como la flor de lis), éxtasis que en sus declaraciones se acompaña de otras consideraciones político religiosas que remiten claramente al nacionalcatolicismo.
Lo mismo ha de decirse sobre el protagonista principal de los actos (el acto más bien ya que parece que es el único que se lleva a cabo ese día): el ejército. Tendría sentido su protagonismo si lo que se celebrase fuese la victoria en una guerra contra un invasor extranjero que hubiese traído como consecuencia la independencia nacional, pero no es el caso. La última guerra que parte de nuestro ejército ganó fue contra otros españoles, cuyos descendientes es difícil que se fascinen viendo el desfile. Tampoco tuvo el ejército nada que ver con la colonización cuyo inicio se celebra, obra más que nada de aventureros ávidos de riqueza. Hoy, constitucionalmente, el ejército no es un poder sino un aparato más de la administración central, y conocidas las históricas veleidades de nuestros hombres armados, desde el siglo XIX, mal hace el gobierno otorgándoles más protagonismo del que merecen, no vaya a ser que se lo crean y acabemos mal.
Deberían buscar nuestros gobernantes un imaginario alternativo que logre suscitar una unidad sentimental entre todos los ciudadanos, y que justifique adecuadamente la celebración de un día nacional. Es complicado, pero para eso los elegimos y pagamos. El problema es que no se les ve mucho por la labor. Da la ligera impresión de que, como siempre, dejarán las cosas como están, aunque sea a costa de celebrar algo en lo que en un futuro no muy lejano nadie, o muy pocos, creerán. Además, siempre quedará la opción de imponerlo por la fuerza, que es la mejor manera de suscitar unanimidades.
Mientas ese momento llegue, se podrían ir estudiando otras alternativas como la de celebrar el día nacional la fecha en que el Rey juró la Constitución, como se hace en algún país con monarquía más prestigiada que la nuestra, o aquella en que la selección de fútbol ganó el Mundial, que esa sí suscitaría un unánime entusiasmo colectivo. Del mismo modo, el desfile militar se podría alternar con el de los otros poderes estatales. Así un año desfilarían los diputados nacionales y autonómicos; otros los juzgados y magistrados componentes de todo el sistema judicial, cerrando el desfile los miembros de su Consejo General que así tendría algo en lo que entretenerse; el siguiente los ocho mil alcaldes y presidentes de Diputaciones y Cabildos, y así sucesivamente. Se conseguiría de este modo hacer partícipes del gran día a todos los poderes constitucionales sin que ninguno pueda sentirse marginado. El único problema sería el de encontrar para cada caso, al animal que sustituyese a la cabra de la Legión.
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