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Bailaré sobre tu tumba, bailaré sobre el horror

Marcelo Noboa Fiallo

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Sigmund Freud escribió 'Unbehagen in der Kultur' ('El malestar en la cultura') en 1930. Año en el que Alemania sufría su peor crisis económica tras el crack del 29 y Hitler se prestaba a “recuperar la dignidad perdida del pueblo alemán”. El principal enemigo del pueblo alemán, para Hitler, estaba entre sus filas: los judíos. Serían (y fueron) el chivo expiatorio. Freud y su familia estaban entre ellos (cuatro de las cinco hermanas suyas murieron en Auschwitz).

Los seres humanos tenemos nuestras filias y nuestras particulares fobias sobre determinados lugares. Unas suelen estar fundamentadas política, ideológica, culturalmente y otras no. Porque pertenecen a ese complejo mundo de las vivencias personales.

Siempre que me he movido por Centroeuropa, he pasado de puntillas o mirando para otro lado cuando Mauthausen, Dachau o Auschwitz estaban cerca… No me atrevía a entrar. Hasta que, hace tres años, como consecuencia de mi visita a la bella Cracovia, decidí dar el paso y me trasladé a Oswiecem (a 60 kilómetros de Cracovia), localidad que los nazis germanizaron como Auschwitz y planificaron “La Solución Final”.

El campo de exterminio nazi conserva en su entrada principal el lema: “ARBEIT MACHT FREI”, sólo su lectura y traspasar dicha puerta te pone los pelos de punta y un escalofrío recorre todo tu cuerpo. Contemplas todo el recorrido y las macabras estancias, donde esperaban la muerte judíos, gitanos, homosexuales, discapacitados, republicanos españoles… Las estancias donde los médicos-nazis hacían experimentos, las cámaras de gas, los restos de maletas viejas, ropa, zapatos de las víctimas del horror. Lo recorres con el ánimo hecho polvo y la mente bloqueada (al menos en mi caso). La mayor parte de los “visitantes” lo hacen bajo un silencio incómodo, pero respetuoso. Tuve la suerte de no observar nada irrespetuoso.

No obstante, cada vez más, al parecer, estos espacios del horror son profanados por gente cuyo único objetivo es hacerse un selfie y colgarlo en las redes sociales como trofeo de guerra y dejar constancia del “yo estuve aquí”. Al parecer uno de sus pasatiempos favoritos es fotografiarse en las vías del tren (exhibiendo palmito) por donde llegaron directamente a la muerte más de un millón de ciudadanos.

La banalidad del mal se ha convertido en una nueva forma del llamado “turismo diferente”. Lo mismo ocurre con el “narcoturismo” que se ofrece en los países productores de drogas (Colombia, Bolivia, Tailandia, México). En Medellín, por 25 dólares, los amantes de este tipo de turismo pueden participar en un tour que sigue los pasos de Pablo Escobar (selfies y posados incluidos).

Todo apunta a que son los mismos que se apelotonan en el museo del Louvre para hacerse un selfie ante el cuadro de La Gioconda, peleándose con otros “selfieros” (no sé si existe el palabrejo) o los que viajan al fin del mundo para hacerse un selfie junto a una catástrofe natural donde están perdiendo la vida cientos de ciudadanos.

¿Llegará la “moda” a las pateras del Mediterráneo?

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